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Podemos dar vueltas alrededor de un problema cuanto queramos, multiplicando, a más no poder hasta el rechazo físico, reuniones y encuentros en los que siempre volvemos al punto de partida, pero, si no sabemos movernos entre la memoria de los orígenes y la finalidad a la que estamos llamados, somos solo pobres trompos, más o menos multicolores, que dan vueltas de manera continuada e inútil sobre sí mismos.

Es la memoria de un acontecimiento inicial la que nos llama a hacer el balance de nuestra coherencia con aquel hecho que, en su semilla, ya contenía un proyecto de vida que realizar.

Es la visión de un sueño la que nos empuja a proyectar el camino que recorrer, para dar cuerpo y visibilidad a aquella realidad vislumbrada, que un día nos hizo latir el corazón.

En efecto, la vida –como de manera estupenda exclamó san Juan Pablo II durante un multitudinario encuentro de jóvenes– no es sino “la realización de un sueño de juventud”[1].

Balances y perspectivas, por lo tanto, tienen un sentido solo si aceptan moverse entre memoria y futuro.

Fuera de estos dos polos, balances y perspectivas pierden toda razón de existir, no tienen un punto de referencia firme y se consumen en el continuo devenir de las cosas.

Hoy es muy difícil hacer balances e indicar perspectivas. Faltan precisos lugares históricos y metafísicos de referencia, y se ha absolutizado el principio de libertad, ligado al mudar del sentir, y separado de la referencia a verdades objetivas.

El divorcio en acto entre verdad y libertad, entre doctrina y pastoral, no lleva a ninguna parte.

El vaciamiento progresivo de una memoria y de una escatología que marcan los ritmos de la vida ⎼que se debe enfrentar en el compromiso cotidiano y no en acrítica y mecánica repetición de gestos, sino con fidelidad creativa⎼ conduce a un nihilismo del pensamiento y del actuar.

El nihilismo, que es, al mismo tiempo, el rechazo de todo fundamento y el vaciamiento de toda verdad objetiva, es la negación de la humanidad del hombre y de su misma identidad. Una vez que se haya sacado la verdad al hombre, es una mera ilusión pretender hacerlo libre[2].

San Juan nos dice que es el conocimiento de la verdad, el dejarse penetrar y modelar por ella, el seguirla hasta la muerte, lo que nos hace libres (cf. Jn 8, 32).

No es la libertad de cambiar continuamente nuestra posición, la carrera desenfrenada hacia transformismos, vuelcos y contravuelcos, lo que nos hace libres. Sino que es la coherencia inteligente y difícil, creativa y fiel con la verdad de la memoria, que es también verdad de la escatología, lo que nos permite dar dignidad a nuestro hablar y vivir.

La vida se realiza en plenitud solo si no se huye de la memoria y de la escatología.

Como escribía Thomas Merton, uno de los grandes convertidos del siglo pasado, hartándose de experiencias uno se vacía; acaparándolo todo se lo pierde todo; dejándose llevar con voracidad por los placeres y por las alegrías se encuentra solo angustia, desesperación y miedo. La vida se realiza uniendo, de manera indisoluble, nuestra única, original e irrepetible libertad a la verdad de las grandes preguntas del hombre: muerte, tiempo, amor, dolor, miedo, razón, sufrimiento, eternidad[3].

Es inútil dar respuestas, si el espacio de las preguntas ha desaparecido, si el sujeto interesado ha excluido de su vida estos interrogantes.

Existe y se difunde una “bondad cruel” que intenta ponerlo todo en su lugar, responder a todo, establecer para todos cómo deben vivir, pero, sin entrar en la dialéctica indisoluble entre verdad y libertad, entre pregunta y respuesta, entre conquista y sufrimiento exigido para alcanzar un fin.

Es inútil e ilusorio hacer balances y llevar adelante perspectivas, si se excluye el nexo imprescindible entre verdad y libertad, entre memoria-escatología y realizaciones, entre fin que alcanzar y sacrificios para la consecución del resultado.

Y aquí no podemos no citar la homilía del Papa Francisco pronunciada durante la Misa con los Cardenales, en la Capilla Sixtina, el 14 de marzo de 2013, al principio de su pontificado:

“Cuando caminamos sin la cruz, cuando edificamos sin la cruz y cuando confesamos un Cristo sin cruz, no somos discípulos del Señor: somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor. Quisiera que todos, después de estos días de gracia, tengamos el valor, precisamente el valor, de caminar en presencia del Señor, con la cruz del Señor; de edificar la Iglesia sobre la sangre del Señor, derramada en la cruz; y de confesar la única gloria: Cristo crucificado. Y así la Iglesia avanzará”.

La humilde búsqueda de la verdad

Lo preside todo una regla fundamental, que es la de no armar trampas, no cambiar los términos de la cuestión, cuando no salgamos victoriosos de un desafío.

La verdadera derrota del hombre no consiste en no alcanzar un fin, en hallarse en deuda con la memoria y siempre angustiados y retrasados con los ideales históricos concretos que se habían establecido. La verdadera derrota del hombre, su disolución, está en entrar en el reino de la hipocresía y de la mentira.

El mal es la progresiva y continua sustitución de la lealtad por las artimañas. Aquellas artimañas que hacían decir al zorro de las fábulas de Esopo, cuando vio que no lograba alcanzar la uva codiciada: “Es una cosa fea acerba, no es para mí”.

Charles Péguy, maestro de tantas generaciones, se rebeló contra aquella enfermedad que conocemos tan bien, y que ha tomado el nombre de transformismo.

Para el escritor francés, no era importante que, al final de un enfrentamiento, resultasen ganadores los republicanos o los monárquicos. Lo que contaba, que permitía enfrentarse y comprenderse, ser honestos consigo mismos, era que los monárquicos se quedasen monárquicos y los republicanos, republicanos[4].

Es cierto que esto no quiere decir el fijismo acrítico de las posiciones, sino el reconocimiento leal de la verdad, que está en campos que no son los nuestros; el lento avanzar hacia una verdad, que es siempre más grande de quien la proclame; el desarrollo del pensamiento; la humildad de reconocer la continua parcialidad y no absolutidad de nuestras afirmaciones.

Lo que quería decir Péguy, aquello contra lo que militó, fue ese buscar no la verdad, sino el poder. Como si el poder fuera la verdad y la verdad, el poder.

Es la verdad la que nos hace libres, no el poder.

Y la verdad está atada de manera indisoluble a la libertad de todo poder, de toda nuestra consideración personal.

El gran teólogo del siglo pasado, Louis Bouyer, revelando su rechazo cuando Pablo VI quería nombrarlo Cardenal, concluye sus Memorias, publicadas póstumas, con esta expresión: “¡Para vivir felices, vivimos escondidos!”[5].

Los polos de un balance

Para nosotros los cristianos, verdad y libertad, única posibilidad de hacer balances históricos honestos, están presentes entre los dos polos de la memoria y de la realización última.

Estos dos polos, para nosotros, tienen el nombre de misterio de la Navidad y de la Pascua. Si el misterio de la Navidad es memoria histórica de la Encarnación del Verbo, el misterio de la Pascua es memoria de la fidelidad de este Verbo encarnado a su origen, testimoniada hasta la cruz, del amor del Padre. Es memoria del envío a nosotros de este amor y de la llamada a transformarnos, personal y comunitariamente, en el misterio de este amor[6].

Estos y no otros son los términos de la cuestión, los polos ineludibles entre los cuales deben moverse balances y perspectivas.

Cada balance es siempre una confrontación con esta cruz, con este Amor tan loco que eligió el Calvario, el fracaso histórico, la derrota final, para no traicionar la verdad de su memoria.

Todos estamos llamados a una confrontación continua, y no solamente a finales de un siglo o de un milenio, con esta cruz y con esta fidelidad a la memoria de los orígenes.

Cristo, luz del mundo, Ayer y Hoy, Principio y Fin, Alfa y Omega, a quien le pertenecen los tiempos y los siglos, como cantamos en la noche de Pascua, permanece el término último de todo balance, de toda confrontación.

Es inútil dar vueltas alrededor de la cuestión o jugar haciendo interpretaciones y distinciones.

Podemos también vagar por callejuelas y callejas varias, pero la gran cuestión permanece.

El único “caso serio” se coloca en la confrontación con esta fidelidad al Amor, que en la oscuridad y en las tinieblas no se echa atrás, no reniega y no se reniega, que elige libremente la muerte, pero no traiciona la palabra dada a los amigos. Es solo a partir de este punto como podemos hacer, con honestidad, nuestros balances y llevar adelante nuestros proyectos. El resto es todo y solo un juego miserable: sabiduría y poder humanos que viven por un día y, luego, están reemplazados por una sabiduría y un poder diferentes, que se adaptan mejor a las modas del tiempo.

Es la cruz la que nos revela el amor; es la cruz la que nos abre de par en par las puertas del Reino, donde se realiza la memoria.

Esquivar nuestra cruz quiere decir quedarse siempre en este lado del camino, impedirnos la posibilidad del conocimiento de la verdad y del ejercicio de la libertad.

Conocer la verdad, ejercer la libertad quiere decir no guardar en nosotros, entre nosotros, el don recibido y conseguido; sino que significa correr hacia los hermanos, ir entre las gentes, para dar el anuncio gozoso de Aquel que hemos visto y ha cambiado nuestra vida.

Escribe el Papa Francisco, en la exhortación apostólica Evangelii gaudium:

“La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo. Así redescubrimos que Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia” (n.º 268).

Pascua es misterio de un sepulcro vacío, de un anuncio gozoso, de un conocimiento y una libertad que se comunican al universo entero.

Es en la Cruz donde nace la misión, y es a los pies de la Cruz donde la misión es auténtica. Allí esta no se hace ilusiones ni sobre sus medios ni sobre sus fines. No se turba frente a las vicisitudes y los fracasos humanos, porque descansa en la fuerza de Dios, quien sigue esperando con serenidad, entre las olas tempestuosas, esperanza contra esperanza[7]. La cruz ejercita una acción crítica y nos recuerda que la misión no se puede realizar, si nos sentimos poderosos y seguros de nosotros mismos, sino solo cuando estamos débiles y despojados de todo. Porque nada de todo lo que hagamos escapa del juicio de la cruz[8].

Emilio Grasso

 

 

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[1] Juan Pablo II, En el encuentro con los jóvenes en el estadio olímpico “Atahualpa” (30 de enero de 1985), en Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VIII/1, Libreria Editrice Vaticana 1985, 259.

[2] Cf. Juan Pablo II, Fides et ratio, 90.

[3] Cf. T. Merton, La montagna dalle sette balze, Garzanti, Milano 1966, 197.216.

[4] Cf. C. Péguy, Notre jeunesse, en C. Péguy, Œuvres en prose 1909-1914, Gallimard (Bibliothèque de la Pléiade 122), Paris 1961, 518.

[5] Cf. L. Bouyer, Mémoires. Postface et notes de J. Duchesne, Les Éditions du Cerf, Paris 2014, 225.

[6] Sobre el íntimo vínculo entre Encarnación del Verbo y misterio de la Cruz, cf. H.U. von Balthasar, El misterio pascual. Encarnación y pasión, en Mysterium Salutis, III/2, Ediciones Cristiandad, Madrid 1971, 143-168.

[7] Cf. J. Masson, La Mission sous la Croix, en Evangelizzazione e Culture. Atti del Congresso Internazionale Scientifico di Missiologia. Roma, 5-12 ottobre 1975, I, Pontificia Università Urbaniana, Roma 1976, 261.

[8] Cf. D. Bosch, Dynamique de la mission chrétienne. Histoire et avenir des modèles missionnaires, Haho/Karthala/Labor et Fides, Lomé-Paris-Genève 1995, 688.

 

 

 

15/01/2022

 

Categoría: Artículos