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Viajo rápidamente hacia los últimos días de mi vida, y agradezco a Dios por haberme donado una memoria siempre vigilante y lúcida: una memoria que, más que almacenar como en un archivo muerto una infinidad de datos, que luego no se saben utilizar y no sirven para nada, siempre ha permanecido fuertemente selectiva y sabía escoger, entre diversas opciones, lo que me servía para llegar a la meta que me había preestablecido.

Es también por esta constitución natural mía por la que –aunque reconociendo, sin ningún desprecio, las grandes conquistas de la tecnología moderna–, en el campo de la informática he permanecido un analfabeto, y sigo adelante escribiendo a mano y haciendo las búsquedas hojeando los libros, sin tomar nunca apuntes de lo que leo y no permitiéndome nunca el lujo de subrayar un libro.

Un libro es una riqueza que debe servir a muchas personas.

Cuando un libro está subrayado o contiene notas al margen, nosotros perdemos el contacto con el autor y hacemos una lectura ya orientada por lectores precedentes.

Cada vez que encuentro en una biblioteca un libro subrayado, se me ocurre pensar que, tal vez, quien ha hecho ese trabajo o es un soberbio que se considera un gran comentador, que constituye un punto de referencia más que el autor del libro, o bien es un egoísta que no piensa que otros, después de él, necesitarán recurrir a esa fuente y no pueden encontrarla contaminada.

El uso de las cosas comunes –y muy pocas tendrían que ser las de uso estrechamente privado– debería ser enseñado ya desde la más tierna edad.

A los muchachitos más pequeños de la catequesis, la primera cosa que les explico es que el respeto y el amor al otro comienzan con dejar limpios los servicios higiénicos que usamos.

Pobreza no quiere decir suciedad. Sirve de muy poco hacer muchos discursos pseudoespirituales y tantas cadenas de oraciones, cuando luego no se tira de la cadena del inodoro, y quien entra en ese lugar, después de nosotros, encuentra un espectáculo indecente.

En tantas parroquias e instituciones religiosas que he frecuentado, después de que te habías llenado la cabeza de tantos discursos sobre el amor al prójimo, sobre el respeto de los demás, sobre la sacralidad del cuerpo, sobre el perfume de Betania y sobre tantas cosas semejantes, si luego entrabas en un baño, tenías que taparte la nariz y rezar al buen Dios para no tomar una infección.

Cuando era niño o jovenzuelo (porque también nosotros los viejecitos que deshacer, un tiempo, fuimos jóvenes, y también los jóvenes se volverán viejos, siempre y cuando no sean deshacidos antes por Madre naturaleza...), pensaba y soñaba todo en grande.

Las pequeñas cosas me fastidiaban, me parecía que me cortaban las alas y no me permitían levantar los grandes vuelos hacia horizontes infinitos.

Todo lo que era pequeño era algo que aceptaba con gran dificultad. Me acuerdo que de noche, especialmente durante el invierno, me acostaba lo más pronto posible para permanecer soñando despierto, haciendo esos famosos castillos en el aire, que luego arrastran consigo en el aire también a quien los hace, hasta que una sabia voz te vuelve a llamar a la realidad y te dice: “¡Ánimo, baja, bombón…!”.

Luego, poco a poco, comencé a confrontarme con quien vivía conmigo, con el ambiente donde estaba situado, con mis auténticas condiciones de vida en todos sus aspectos.

Y así empecé a comprender la importancia del cálculo, a entender que se comienza a contar desde cero, si se quiere llegar a números superiores y sin límites.

El quererlo “todo y enseguida”, “demos asalto al cielo”, “la imaginación al poder”... y otros eslóganes semejantes son cosas también simpáticas, si son gritados en la tarde de un sábado primaveral por jóvenes mocosos, para los cuales semel in anno licet insanire (una vez al año es lícito enloquecer).

Pero, con los eslóganes no se construye la vida.

Y aquí vuelve el discurso educativo, profundamente humano y cristiano, de la sabiduría de partir desde las pequeñas cosas. Desde el no despreciar lo que es pequeño, pobre, frágil, aparentemente insignificante y sin valor.

Hay una educación a la gradualidad, a la capacidad de hacer un discurso que sea traducible, a niveles diferentes, en la cotidianidad de nuestra vida.

Debemos llegar al cielo, pero, nunca tenemos que olvidar cuáles son nuestras reales, y no u-tópicas (fuera del mundo), condiciones de posibilidad.

El gran filósofo francés Jacques Maritain hablaba, a propósito de esto, de un “ideal histórico concreto” que Pablo VI, cuyo pensamiento permaneció muy influenciado por la obra de Maritain, llamará “civilización del amor”.

Se trata de la inauguración de una “Ciudad fraternal”, cuyas estructuras socio-políticas se acercarán cada vez más a la perfección, en una continua tensión entre lo ya realizado y lo no realizado todavía, en un proceso cuyo fin se alcanza gradualmente.

Si no volvemos a partir desde el fragmento, desde lo aparentemente inútil, desde las cosas más pequeñas, desde la taza del inodoro..., cualquier discurso permanecerá solo un lindo globito pintado que vuela hacia el cielo, que, sin embargo, un poco después, se desinfla y desaparece para siempre.

Emilio Grasso

 

 

 

04/02/2022

 

Categoría: Artículos