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La Pascua del Señor: sin cruz, no hay amor ni resurrección

 

La belleza, la fiesta y la maravilla de la Resurrección no se pueden comprender, si no se ha pasado por el sufrimiento de la muerte y del fracaso de Jesús. Es necesario experimentar la tristeza y la frustración sufridas por sus discípulos, quienes vieron caer trágicamente la esperanza de la vida diferente que Él representaba para ellos, para poder entender el valor y la grandeza de la Resurrección.

Nadie puede vivir de veras la resurrección, si primero no ha vivido la muerte, porque lo que une estas dos realidades es el amor. En efecto, si no somos capaces de renunciar, por amor, a nosotros mismos y a todo lo que impide la vida verdadera del otro; si no sabemos donar incluso nuestra existencia, por amor, como hizo Jesús, no podemos llegar a la resurrección. Por eso, el sacramento que nos hace entrar en el Cuerpo de Cristo se llama “Bautismo”, que significa “inmersión”, porque solo sumergiéndonos en la pasión y cruz del Señor, dejándonos enterrar en su muerte, podemos nacer a la vida nueva.

El renacido es el crucificado, no otro; es la misma persona que ha muerto, ha resucitado y ahora vive a la derecha del Padre, recibiendo su misma gloria.

La “emergencia educativa”

Este discurso tiene una repercusión importante en lo que atañe a la educación de los jóvenes. Son jóvenes, en el sentido auténtico y espiritual, los que no tienen miedo de elegir el camino de la verdad. En efecto, delante de sus ojos está la experiencia de muchos de sus coetáneos, quienes, repitiendo los mismos errores de otros, eligen un camino fácil, un atajo, que en el principio aparece atractivo y barato, y, sin embargo, acaba en un callejón sin salida y los condena a una vida triste y sin sentido. Por no haber tenido el coraje de renunciar a un placer efímero y momentáneo, ellos viven una existencia árida, ya sin grandes horizontes, sin sueños ni esperanza, y, con eso mismo, acaban de ser jóvenes.

La vida verdadera exige el sacrificio, la renuncia y la lucha, ante todo en el propio corazón. La batalla inicial es siempre contra el enemigo que está dentro de nosotros. No debemos acusar a los demás, si no tenemos la capacidad de superar los obstáculos: la culpa es solo nuestra y no de las malas compañías. Buscar siempre a un chivo expiatorio para descargarse de la responsabilidad, hace a los jóvenes débiles, incapaces de reconocer la verdad y de asumir las consecuencias de sus mismas elecciones. Son exactamente los padres los que, a menudo, dan incondicionadamente la razón a sus propios hijos, los justifican y los protegen de manera exagerada, hasta el punto que los jóvenes se vuelven incapaces de vivir con los demás, de afrontar las dificultades de la vida, y se transforman en personas sin carácter, que saben solo ser cobardes con los más fuertes y prepotentes con los más débiles.

He aquí donde se encuentra la raíz de la así llamada “emergencia educativa”, a la cual ha hecho referencia el mismo Papa Benedicto XVI:

“Educar jamás ha sido fácil, y hoy parece cada vez más difícil. Lo saben bien los padres de familia, los profesores, los sacerdotes y todos los que tienen responsabilidades educativas directas. Por eso, se habla de una gran ‘emergencia educativa’, confirmada por los fracasos en los que muy a menudo terminan nuestros esfuerzos por formar personas sólidas, capaces de colaborar con los demás y de dar un sentido a su vida. Así, resulta espontáneo culpar a las nuevas generaciones, como si los niños que nacen hoy fueran diferentes de los que nacían en el pasado. Además, se habla de una ‘ruptura entre las generaciones’, que ciertamente existe y pesa, pero es más bien el efecto y no la causa de la falta de transmisión de certezas y valores”[1].

Es necesario, al contrario, enseñar a los muchachos a buscar la verdad, en cualquier lugar en que se encuentre, a no estar solo con quien les da la razón, mintiendo, para hacerlos sentir importantes. Los jóvenes tienen que superar aquella inmadurez, que hace depender el cambio de la realidad solo del comportamiento de los demás, y no de su propia conversión, porque así se acaba por delegar incluso la vida, se pierde autonomía de acción e identidad, y ellos se vuelven cañas agitadas por el viento, arrancadas y arrastradas al lugar que otros han elegido.

Los jóvenes deben saber que están llamados a pasar por la cruz, si quieren llegar a la vida eterna. El amor grande que buscan no lo encontrarán sin sacrificio, sin dar incluso su vida. Solo quien sabe morir ama. El amor es siempre una cruz. Quien no sabe llevar su cruz es incapaz de amar; quien no se sacrifica no ama. Una persona que no es capaz de sacrificarse no amará verdaderamente, no será capaz de valorar al otro y de valorarse a sí mismo.

Un padre y una madre aman cuando se sacrifican, cuando no abandonan al propio hijo; un sacerdote que ama no deja a su Iglesia, sino que vive hasta el final, cueste lo que cueste, las palabras que ha pronunciado.

El amor verdadero supera la noche oscura

Es cuando llega la noche oscura, es decir, las grandes dificultades de la vida, el momento en que se ve quién ama y quién no ama. Si no sabemos pasar con fidelidad por los días oscuros, por la puerta estrecha, no podremos llegar a la resurrección. Cristo ha resucitado verdaderamente porque ha sido crucificado, porque ha pasado por la muerte. Los jóvenes no deben tener miedo de vivir los momentos duros de la vida, no tienen que buscar el engaño de una vida fácil, porque en ella no hay posibilidad de la resurrección, sino solo la muerte y la derrota eternas.

Quien sabe vivir su propia vocación, el amor de su propia vida, con fidelidad, paciencia y alegría, también en los momentos difíciles, sin hacer pesar sobre los demás su mismo sufrimiento, podrá experimentar con gran alegría la resurrección.

El descubrir sus propios límites y defectos, por ejemplo, hace sufrir, pero vencerlos es iniciar a afrontar la gran batalla de la vida. La voluntad de Dios, que se esconde en las pequeñas cosas de cada día, y que muchas veces no coincide con la nuestra, expresa un amor más grande del que nosotros podemos tener, aunque en lo inmediato nos parezca lo contrario.

La voluntad de Dios, que es la verdad y a veces es dura, es la cruz, pero la cruz es el amor, mientras que lo que a nosotros nos gusta, a menudo, no es la verdad y no es el amor. El miedo siempre produce la muerte del alma y de la libertad. Quien tiene miedo ya es un hombre muerto, un hombre esclavo de todo: de la moda, de lo que dicen los demás, de su juicio.

También es importante entender que Dios perdona, pero la historia de los hombres no sabe perdonar, se revela terrible y, frecuentemente, uno paga por toda la vida un error cometido durante la juventud, por haber querido seguir lo que más le gustaba, un capricho personal.

Los jóvenes, entonces, deben ser ayudados a vivir sin temor la aventura que conduce a la felicidad y supera los extremos confines del tiempo y del espacio; la aventura que nace de la cruz de Cristo resucitado, alegría y paz para todos los que quieran seguirlo.

Escuchemos la voz alentadora del Papa Francisco, en el discurso del 15 de marzo de 2013:

“Nunca nos dejemos vencer por el pesimismo, por esa amargura que el diablo nos ofrece cada día; no caigamos en el pesimismo y el desánimo: tengamos la firme convicción de que, con su aliento poderoso, el Espíritu Santo da a la Iglesia el valor de perseverar y también de buscar nuevos métodos de evangelización, para llevar el Evangelio hasta los extremos confines de la tierra (cf. He 1, 8)”.

Extracto, revisado y adaptado, de E. Grasso, Lo crucificaron por miedo a la verdad.
El itinerario de la Semana Santa
, Centro de Estudios Redemptor hominis
(Cuadernos de Pastoral 30), San Lorenzo (Paraguay) 2013, 43-48.

(Continúa)

 

 

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[1] Benedicto XVI, Mensaje a la Diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación (21 de enero de 2008).

 

 

 

17/04/2022

 

Categoría: Artículos