A los feligreses de la parroquia Sagrado Corazón de Jesús de Ypacaraí (Paraguay)

 

 

Mis queridos amigos:

El Santo Padre Francisco, en la Misa para la apertura del Sínodo de los Obispos, nos ha indicado el camino de una auténtica sinodalidad.

En nuestra actividad pastoral, la mayoría de las veces, nosotros partimos de una idea del ser cristianos que tenemos, para ver luego cómo hacer entrar a los demás en esta idea.

Esta costumbre debe ser invertida.

Invertir la costumbre quiere decir que asumimos verdaderamente, como camino que tenemos que recorrer, al hombre concreto que encontramos; al hombre real e histórico con el cual nos topamos, y no a un hombre abstracto que imaginamos.

Este planteamiento nos lleva a un camino kenótico, donde perdemos lentamente todas nuestras seguridades y donde descubrimos, ante todo, nuestra pobreza religiosa y cultural. Pobreza quiere decir que ya no tendremos soluciones constituidas de antemano, esquemas interpretativos que solo debemos aplicar.

Sobre todo, en la relación con los jóvenes, como en la relación con los pobres, verificamos nuestra fe.

La fe, que es teológicamente “el comienzo de la visión”, nos permite ver aquel mundo profundo que no logramos percibir con los ojos de la carne.

Permitir que sea lo profundo del corazón de los jóvenes lo que da forma a la evangelización es posible tan solo a quien sepa leer las palabras que están escritas en estos corazones; esto pertenece a quienes tomen seriamente el dinamismo de la fe, que no es otra cosa sino obediencia a la palabra de Dios.

Un texto clarificador de san Gregorio Magno nos indica cómo el Espíritu, que habla en cada miembro del pueblo de Dios, puede hacer que el maestro se vuelva, a su vez, discípulo de sus discípulos más iluminados por el Espíritu.

Cuando leía la palabra de Dios, san Gregorio Magno, comentando el libro de Job, afirmaba:

“Si mi oyente o lector, que ciertamente podrá entender el sentido de la palabra de Dios de un modo más hondo y verdadero de lo que he hecho yo, no encontrará de su agrado mis interpretaciones, tranquilamente lo seguiré como un discípulo sigue a su maestro. Considero como un don todo lo que él podrá sentir y entender mejor que yo. En efecto, los que, llenos de fe, nos esforzamos en hacer resonar a Dios, somos órganos de la verdad, y está en poder de la verdad que esta se manifieste por mi intermedio a los demás o que, a través de los demás, llegue a mí. Esta, sin duda, es igual para todos nosotros, a pesar de que no todos vivimos de la misma manera; una vez toca a este, para que escuche con provecho lo que la verdad ha hecho resonar por medio de otro, una vez, por el contrario, toca a aquel, para que haga resonar claramente lo que los demás tienen que escuchar” (Moralium Libri, lib. XXX, 27, 81).

Hablando con los jóvenes del Ecuador, san Juan Pablo II afirmaba que “la vida es la realización de un sueño de juventud”.

Nuestra capacidad de acompañar a los jóvenes consiste en saber hacerles descubrir este sueño, en hacer tomar conciencia de que existe, escondido en lo íntimo de su corazón, “una piedra blanca con un nombre nuevo grabado en ella que solo conoce el que lo recibe” (Ap 2, 17).

Es el descubrimiento de aquellas piedrecitas blancas, de aquellos nombres nuevos el que da forma a la evangelización y que evangeliza a los jóvenes.

Este descubrimiento es imposible sin la oración.

La oración es un encuentro, una relación. Es el encuentro entre Dios y el hombre.

Jesús nos da la posibilidad de la oración, porque Jesús es Dios que habla a los hombres y es el hombre que habla a Dios. La oración es Jesús, Jesús viviente. En esta relación, en este encuentro entre Dios y el hombre, no es el hombre el que empieza a hablar. La verdadera oración empieza con la escucha. Solo después de haber escuchado podemos hablar, porque la oración es la respuesta del hombre a Dios que habla. Tenemos que poner mucha atención en esto, porque, muchas veces, pensamos que la oración consiste en una multiplicación de palabras. Más hablo y más rezo: pero esta no es la verdadera oración.

Para escuchar, la palabra tiene que entrar, penetrar en nosotros. Al respecto, hay, en la Sagrada Escritura, una expresión muy hermosa: el profeta Ezequiel nos dice que tenemos que comer la palabra. La palabra es como una comida: se tiene que comer y, después de un tiempo muy largo, esta palabra empieza a dar su fruto:

“Me dijo: ‘Hijo de hombre, come lo que te presento, cómelo y luego anda a hablarle a la casa de Israel’. Abrí la boca para que me hiciera comer ese rollo, y me dijo: ‘Hijo de hombre, come ahora y llena tu estómago con este rollo que te doy’. Lo comí pues, y en mi boca era dulce como la miel. Me dijo: ‘Hijo de hombre, anda a la casa de Israel y diles mis palabras’” (Ez 3, 1-4).

La palabra de Dios, la Biblia, entonces, es como una carta dirigida a todo el pueblo de Dios, que Él dirige a mí personalmente, pero que escribe también a cada uno de nosotros, a todos los pueblos de todos los tiempos, de todos los países. Dios escribe esta carta: yo, pobre hombre, entiendo algunas cosas, capto una cierta profundidad, un cierto sentido de esta carta, pero no tengo la capacidad de comprender toda su profundidad.

Hay algo que yo no entiendo, pero tú entiendes; hay algo que tú no entiendes, y yo tampoco entiendo, pero hay otra persona que entiende, y nos puede explicarlo. La palabra de Dios es una palabra dirigida a todo el pueblo de Dios, y no se puede comprender fuera del pueblo de Dios.

No puedo estar solo, aislado de los demás, para buscar la comprensión de la palabra. Yo puedo comprenderla solo si estoy en medio del pueblo: si vivo, sufro, lucho, sueño, espero, pero nunca fuera del pueblo.

Es importante estar en medio del pueblo: ¡siempre! Solo allá podemos escuchar la palabra y solo allá podemos responder a la palabra. La más grande oración, la verdadera, la más profunda es allá donde se encuentran la escucha y la respuesta del pueblo de Dios.

 

 

Con ocasión de la fiesta patronal de la capilla Nuestra Señora de Schoenstatt de Ypacaraí, envío mi cordial saludo a todos los fieles de la capilla y a la Coordinadora, doña Fátima Beatriz Coronel de Pereira.

Y que la bendición de Dios todopoderoso,

Padre, Hijo, y Espíritu Santo,

descienda sobre ustedes y permanezca para siempre.

Amén.

 

P. Emilio Grasso

 

 

 

15/10/2021