La Iglesia está al servicio de todos
Por gentil concesión del Prof. Giuseppe Tognon, catedrático de Historia de la Educación y de Pedagogía General en la Universidad LUMSA de Roma, deseamos presentar la reflexión que él escribió en el contexto actual de Italia, donde la pandemia del Coronavirus se está propagando cada vez más y causa millares de víctimas, para apoyar a la Iglesia contra la huida hacia una presumida autonomía de la fe con respecto a la vida y al dolor común.
Estamos seguros de que esta oportuna reflexión, en el tiempo del Coronavirus, puede ayudar también a los católicos de otros países a vivir la propia fe con mayor conciencia y responsabilidad.
Hoy estamos llamados solo a renunciar a algo que se nos devolverá en abundancia en un tiempo futuro: es un sacrificio que también los católicos deben hacer con dignidad e inteligencia.
Hasta el Papa, en Roma, camina solo. Las iglesias están abiertas en la capital, pero se entra uno a uno, en el respeto de la salud pública que es también respeto del don de la propia salud. Es como si el Señor nos llamara uno a uno y no en masa.
“La Iglesia es como nuestra conciencia: ningún otro puede entrar en ella. Puedes gritar, agitarte, huir cuanto quieras: estamos solos, nacimos solos y moriremos solos. Hoy estas palabras nos asustan. Suenan extrañas, sin embargo, forman parte de la gran sabiduría cristiana que amó siempre a las comunidades, mas profesó siempre la singularidad de la fe, única y en cualquier caso siempre personal”.
Leemos artículos de hombres de la Iglesia o de intelectuales, que han transformado en la propia profesión su hablar de la Iglesia y sobre la Iglesia, quienes invocan el poder de la oración contra el virus, vuelven a mencionar la independencia de la Iglesia del poder del Estado y argumentan sobre esto: que no se puede suspender la Eucaristía y que la fe exige que, siempre y de todos modos, se den los sacramentos. Se preguntan: ¿Dónde está la Iglesia de Italia?, ¿por qué no hace la Iglesia?
“Pero ¿qué quiere decir hoy ‘hacer la Iglesia?’”
Debemos preguntarnos sobre esto. No hay ningún miedo a afirmar que hoy, en esta epidemia, mandan la ciencia, la tecnología y la política. Porque estas pueden sanar o encontrar soluciones racionales para todos o la mayor parte. Porque tienen reglas y certezas detrás de ellas, porque hablan con la autoridad de la Constitución. Porque a ellas, a la ciencia y a la política, podemos pedirles cuentas de lo que hacen delante de todos. Nunca como en estas circunstancias, el poder de la fe y del clero se añade al poder civil y no puede reemplazarlo. Es así y, a veces, no es un mal. El futuro del catolicismo pasará también por una clara toma de conciencia de estar dentro de la complejidad de la vida contemporánea, no aparte.
Los razonamientos que se leen son doblemente extraños. Ante todo, porque no muestran suficiente preocupación por lo que podrían enfrentar el clero, los voluntarios y las personas más generosas cuando crucen los umbrales de casas, institutos, hospicios, cárceles, para dar la Comunión. Incluso la caridad, que es viva y generosa, tendrá que adaptarse, deberá encontrar formas nuevas. Quien escribe de una Iglesia que desapareció no dice que el virus no respeta el traje talar. Quién solicita procesiones, liturgias, celebraciones no somete el propio razonamiento a una simple pregunta: ¿Cómo hacer para respetar lo que se nos pidió para el bien común? Hay detalles prácticos que se consideran secundarios y, en cambio, son decisivos para salvar a una vida.
Hay, luego, un segundo motivo más serio que se debe someter a quien solicita decisiones autónomas de la Iglesia:
“Los creyentes son, ante todo, ciudadanos responsables”.
¿Pueden verdaderamente permitirse actuar de manera diferente y hasta poner en peligro a los demás? ¿No es, tal vez, una señal de gran misericordia, si los fieles renuncian a algo importante para su fe, al servicio del bien común de la nación? Los edificios religiosos pueden esperar, porque la vida siempre debe ser defendida y porque la fe no se detiene frente a iglesias cerradas.
No se sabe cómo terminará la pandemia: se sabe que fallecerán millares de personas, las más débiles y, quizás, las más queridas y las mejores. El virus no se propone finalidades moralistas y, por lo tanto, debe ser combatido por lo que es: un enemigo contra el cual hay que luchar con las armas de la inteligencia, de la competencia y del respeto de las normas. En cambio, se percibe que está hirviendo, en lo profundo de ciertos ambientes, un sentimiento premoderno de contraposición entre ciencia y fe, que no tiene sentido. El problema es el de la competencia y de una ciencia inspirada en el valor de la humanidad. Tenemos que ser claros: el conocimiento científico y la colaboración entre competencias diferentes son las verdaderas armas y, si el Estado y los ciudadanos, en esta emergencia vuelven a descubrir el valor de la verdad, también de las no absolutas, será un bien para todos y un ejemplo para los muchachos.
Además, quien estudió la historia sabe que la humanidad, también Italia, padeció desdichas terribles y que el modo con que se cuentan cambia, a menudo, su rostro y las hace menos terribles, aunque nunca aceptables.
“La escritura, la palabra, la comunicación forman parte importante del problema, pero también de su solución”.
Si, por ejemplo, uno vuelve a leer con atención a Manzoni, se dará cuenta de que él contaba la historia de la peste no para maldecir o aterrorizar, sino para mostrar cómo la estupidez humana podía hacer daños incluso en las tragedias.
“Hoy estamos llamados solo a renunciar a algo que se nos devolverá en abundancia en un tiempo futuro: es un sacrificio que también los católicos deben hacer con dignidad e inteligencia”.
Estar hoy en un país cerrado, disciplinado, resistente, confiado a gobernantes con tantos límites, pero ciertamente al menos en este caso laboriosos, es un consuelo. Y, si el lenguaje oficial de la Conferencia episcopal, en sus documentos y en sus recomendaciones, es preciso, humilde, respetuoso de los decretos, atento a las nuevas reglas generales, es un bien: significa que sus líderes están trabajando codo a codo con quien gobierna, y que representan a la Iglesia italiana en las sedes políticas que hoy tienen que decidir sobre la vida de todos.
También los sacerdotes y las hermanas son ciudadanos italianos y comparten con sus fieles la misma condición. Inventaremos nuevas formas de asistencia y de piedad, pero ante todo estaremos unidos frente a nuestra conciencia, nuestra primera Iglesia. Y a quienes entiendan de teología, basta recordarles que se dediquen a leer las páginas de grandes hombres de fe y de la Iglesia de los siglos pasados, incluso del siglo XVII: en Europa estaba la peste, pero estaba también quien se preguntaba qué sentido tenía la así llamada “Comunión frecuente”. No eran ateos y, al contrario, pagaban duramente su independencia espiritual de los poderes de los soberanos: eran tan solo hombres que tenían una tan alta idea del Señor, por la que no se sentían dignos de acogerlo con demasiada frecuencia, por costumbre.
Prof. Giuseppe Tognon
(Traducido del italiano por Luigi Moretti)
01/04/2020