Cuanto Tertuliano decía acerca de los cristianos en general: “No se nace cristianos, sino que se llega a ser” (Apologético XVIII, 5), se puede aplicar, sin alguna dificultad, a la vida religiosa.

En efecto, uno no nace miembro de una familia religiosa, sino que se vuelve tal con una elección personal. Y, más todavía, el formar parte de una comunidad nunca es un dato adquirido una vez por todas, sino una conquista diaria que dura por toda la vida. Quien crea que la propia pertenencia está garantizada solo por el hecho de que un día pronunció su “sí” ya ha declarado su propio fracaso. Para afrontar esta lucha en el espíritu tenemos necesidad de construir nuestra casa sobre la roca de la palabra del Señor (cf. Mt 7, 24). La escucha de su Palabra se vuelve, por esto, el centro de la vida común. De ella toma vida el cuerpo comunitario en todos sus aspectos, también la amistad recíproca entre hermanos y hermanas.

El hombre es capaz de relacionarse con Dios

En uno de sus escritos más famosos, El oyente de la palabra[1], K. Rahner subrayaba que el hombre es, por su naturaleza, inclinado a la escucha de la Palabra que le llega de la boca del Eterno[2]. Él es capaz de acoger la Palabra que le viene dirigida por Dios:

“El ser humano está en condiciones de escuchar el mensaje de Dios y de recibir, por medio de la gracia, la luz y la eterna vida que se esconden en la profundidad del Dios viviente”[3].

El ser humano es, por esto, constitucionalmente “oyente de la Palabra”. Tal condición le confiere también la dignidad de hombre. Ahora bien, el hombre –dice Rahner– puede escuchar la palabra en virtud de una cualidad que le es propia: la potentia oboedientialis[4], esto es, la facultad de obedecer a la Palabra que Dios le dirige. La actitud más auténtica que compete al hombre respecto a esta Palabra que lo interpela será la respuesta de la fe: acto personal y libre. De esto se deduce que el ser humano está en condiciones de volverse partner de Dios[5]. El hombre, para honrarse a sí mismo y respetar la dignidad que se le ha dado, tiene el deber de escuchar la palabra de Dios en la cual el Eterno se revela a sí mismo. La Palabra revelada se vuelve, entonces, el lugar de encuentro entre Dios y el hombre. Este abrazo entre el Creador y su criatura, sin embargo, puede acontecer a condición de que el hombre, amando libremente, responda a la llamada de Dios con su “sí” personal.

Lo que he dicho es válido, a mayor razón, para una comunidad religiosa. Cada miembro que pertenezca a ella, sin impedimento de cultura, origen social, pueblo de pertenencia, está en condiciones de escuchar la Palabra, gracias a su constitución humana. Él no tiene que mendigar esta capacidad a otros, la posee ya en sí: lo constituye en su naturaleza de oyente de la Palabra y en su dignidad de hombre. Cuando esta facultad de escucha esté reprimida, por ejemplo, a causa de impedimentos de carácter relacional, psicológicos, o afectivos y se entra en la espiral de la autoconmiseración por incapacidad, se atenta contra la propia naturaleza. En todo caso, se abdica a la misma dignidad de hombre.

La Palabra está en el centro de la vida común, y es el lugar donde la voluntad del Señor se revela y se encuentra con el individuo. Quien la escuche no podrá permanecer indiferente. Al contrario, está invitado a responder, con un acto de amor responsable y personal, a la llamada que emana de este encuentro. Está solicitado a construir en la historia de los hombres, de manera activa y creativa, el proyecto de vida propio de su familia.

La respuesta activa y responsable a la comunicación de Dios es originada por la atracción que la Palabra divina suscita en quien la escuche. La respuesta siempre y ante todo es personal, luego comunitaria. Quien, frente a la dificultad de la actuación del proyecto de vida comunitaria, reaccione con una actitud pasiva, remisiva, como vencido, ha perdido, de alguna manera, la chispa que tenía en el origen de la propia vocación.

Fundamento de la amistad

En su aspecto más profundo, la Palabra escuchada llama a entrar en una relación de amistad con la persona de Jesús, la Palabra hecha carne. Es Jesús mismo quien lo atestigua en su discurso de despedida: “Ya no los llamo servidores... Los llamo amigos” (cf. Jn 15, 15). De aquí la pregunta sobre qué comporta ser amigos de Jesús, qué es verdaderamente la amistad.

Benedicto XVI así se expresa acerca de esto:

“La amistad es una comunión en el pensamiento y el deseo. El Señor nos dice lo mismo con gran insistencia: ‘Conozco a los míos y los míos me conocen’ (cf. Jn 10, 14). El Pastor llama a los suyos por su nombre (cf. Jn 10, 3). Él me conoce por mi nombre. No soy un ser anónimo cualquiera en la inmensidad del universo. Me conoce de manera totalmente personal”[6].

Para que la amistad sea auténtica, también de parte del hombre se requiere la misma tensión por conocer cada vez mejor al Señor: en su Palabra, en la oración, en la comunión de los Santos, en la vida de la Iglesia, en las personas que se encuentren por el propio camino.

Al conocimiento se añade la comunión del amar.

“Significa −dice Benedicto XVI− que mi voluntad crece hacia el ‘sí’ de la adhesión a la suya. En efecto, su voluntad no es para mí una voluntad externa y extraña, a la que me doblego más o menos de buena gana. No, en la amistad mi voluntad se une a la suya a medida que va creciendo; su voluntad se convierte en la mía, y justo así llego a ser yo mismo”[7].

En fin, la amistad está sellada por el don de la vida. Jesús da su vida por sus amigos (cf. Jn 15, 13; 10, 15). He aquí, entonces, la necesidad que nace de una dinámica interna a la amistad con Jesús: vivir la propia vida no para sí mismos, sino vivirla junto con Jesús para los demás.

La amistad fraternal

En la comunidad religiosa, el primer fruto que emana de la amistad con Jesús es la amistad fraternal: “¡Qué bueno y qué tierno es ver a los hermanos vivir juntos!” (Sal 133, 1), recita el salmo. A este himno le hace eco un maestro de la amistad espiritual, san Francisco de Sales, cuando escribe:

“¡Es cosa linda amar en la tierra como se ama en el cielo, y aprender a quererse recíprocamente en este mundo como haremos para siempre en el otro! No hablo aquí del simple amor de caridad, porque este tiene que tenerse para todos los hombres; hablo de la amistad espiritual por la cual dos o tres o más almas se comunican su devoción y sus afectos espirituales, hasta volverse entre ellos un espíritu solo”[8].

Este gozo de la comunión fraternal, este “hallarse bien entre hermanos”, anticipación de la comunión eterna, depende de la centralidad que ocupa en la vida de los individuos la persona de Jesús. Su fisicidad, sus criterios de juicio acerca del hombre y del mundo, su relacionarse con los pobres, los enfermos, los últimos, el proyecto de vida del que se hace portador hasta la muerte en cruz son el punto de referencia. No son los criterios horizontales los que fundan las amistades en el interior de una familia religiosa. La unidad entre los miembros de una comunidad puede estar garantizada solo por un punto superior, al cual cada uno debe mirar para convertirse, cambiando criterios de juicio y actitudes consolidadas. El punto superior, el cemento que garantiza la unidad es, precisamente, la amistad personal con Jesús.

Si, en el mundo, la amistad puede ser fundada en cosas también buenas, como la afinidad de carácter, la asonancia psicológica, la simpatía recíproca, los intereses comunes, la solidaridad, para un religioso esto no puede bastar. Ciertamente pueden existir simpatías humanas que unen a algunas personas entre sí más que a otras. Pero, cuando se elige una vida religiosa, se realiza un salto de calidad, y los criterios de juicio se vuelven diferentes a los del mundo. Vuelve el punto de la centralidad de la persona de Jesús.

Tomando un ejemplo sacado de la vida de la Iglesia, la gran crisis que la ha embestido en los últimos tiempos, seguramente en el mundo occidental, ha sido la de haber oscurecido exactamente a la persona de Jesucristo. Se ha puesto el acento sobre la importancia de los valores filantrópicos emanados de su predicación, como la bondad, la solidaridad, la fraternidad, la ayuda a los más pobres. Al final, estos valores se han sobrepuesto a la persona de Jesús, y la Iglesia se ha transformado en un ente asistencial, en una “estación de servicio”, en un fiador de la buena moralidad. Los sacerdotes han acabado por ser funcionarios del culto, que predican un almibarado Evangelio de la solidaridad humana.

Lo mismo acontece en la micro-Iglesia, que es la comunidad religiosa, cuando no se cuida la propia vida interior y se descuida el diálogo con la fuente que la nutre. A menudo, nos refugiamos en un activismo de tipo social, humanitario, pastoral, y corremos peligro de cortar todo vínculo con Jesús: lo alejamos lentamente de nuestra vida para transformarlo, en fin, en un extraño.

Es partiendo de la amistad con Jesús como se establecen sanas relaciones comunitarias, entre personas que quieren vivir en la historia la misma llamada-misión, que han abrazado personalmente. En otras palabras, los hermanos y las hermanas de una misma comunidad se vuelven “verdaderos” amigos entre sí solo si tienen una “verdadera” amistad con Jesús, si Él es el “Amigo”.

Cuando falte esta amistad, las relaciones recíprocas se resquebrajarán, no durarán por largo tiempo.

Sin un punto recapitulativo trascendente que empuje a cada miembro a superarse, a vencer las propias inclinaciones negativas naturales, y a perfeccionar todo esto en un proceso continuo de conversión, cada uno volverá a lo que era antes de abrazar la vida comunitaria. Así el soberbio, después de haber experimentado por un tiempo la belleza de la humildad y del vivir armónicamente con los demás, volverá a vivir en la soledad de su soberbia, como el fuerte, el inteligente, el prepotente, el rico; el tímido, el débil, el poco dotado, el pobre, volverán también ellos a ser lo que eran. Prevalecerán las simpatías o las antipatías humanas, las afinidades psicológicas, los pequeños intereses y conveniencias personales. Algunos se construirán un propio mundo en el interior de la comunidad; otros acabarán por tomar un camino diferente. En ambos casos, se destruirá el bien grande de la vida común.

La sed de la palabra de Jesús, el deseo de entrar en coloquio con Él, de buscarlo, de ser sus amigos es el remedio que sana la división y la dispersión. Esta es la relación que debemos volver a buscar, día tras día. Solo tal centralidad garantiza la amistad entre hermanos y hermanas de la misma familia religiosa.

Maurizio Fomini

 

 

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[1] K. Rahner, Uditori della parola, Borla, Roma 1977.

[2] Cf. K. Rahner, Uditori della parola..., 98.

[3] K. Rahner, Uditori..., 60.

[4] Cf. K. Rahner, Uditori..., 49.

[5] Cf. K. Rahner, Uditori..., 35-36.

[6] Benedicto XVI, Homilía pronunciada en la solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo (29 de junio de 2011).

[7] Benedicto XVI, Homilía pronunciada...

[8] San Francesco di Sales, Introduzione alla vita devota o Filotea, III, 19, Utet, Torino 1946, 221.

 

(Traducido del italiano por Luigi Moretti)

 

 

27/05/2020