Proponemos a la atención de nuestros lectores este artículo tomado de una predicación de Emilio de hace algunos años dirigida a los jóvenes de Ypacaraí. En este escrito resultan particularmente actuales los argumentos, el modo y la forma con que se trata el tema del discernimiento en diálogo con los jóvenes.

 

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El tema del discernimiento y de la decisión, que cada uno está llamado a madurar en su propia vida a la luz de la palabra del Señor, fue el núcleo de una predicación que Emilio dirigió a los jóvenes de la parroquia Sagrado Corazón de Jesús de Ypacaraí, inscritos en los tres años de preparación para la Confirmación.

Como san Bernabé fue apóstol de Cristo no solo por su decisión, sino ante todo por la llamada a seguirlo que el Señor le dirigió, así la decisión que cada uno toma sobre la propia vida es, en primer lugar, el descubrimiento de una llamada, de una vocación que requiere un discernimiento fuerte y cuidadoso.

Es el Señor quien elige dónde, cuándo y cómo quiere; esto vale para la vocación sacerdotal y religiosa, como también para la matrimonial. Cualquiera que sea la vocación a la que estamos llamados, es fundamental hacer un discernimiento, una preparación, que requiere su tiempo y tiene sus etapas, para poder responder a la llamada y realizarla en una vida bella y feliz.

Las etapas no se deben quemar

Para formar a una familia, recordaba Emilio a los jóvenes presentes, es necesaria una relación fuerte entre un hombre y una mujer. Sin este sólido vínculo de amor, la pareja se descompone, la familia muere, produciendo solo sufrimiento que se vuelca en los hijos.

Citando al Papa Francisco, quien, hablando a los novios, los invitaba a no quemar las etapas[1], Emilio explicaba que hay un tiempo para cada cosa: un tiempo para ser compañeros de escuela y uno para ser amigos, a lo mejor porque existe una cierta sintonía de ideas, un compartir algunos juicios, un modo de ver y de proyectar la vida. Ser compañeros de escuela o amigos no significa, sin embargo, ser novios. Los jóvenes, y no solo ellos, actualmente usan demasiado y a despropósito las palabras “novio, novia”, sin comprender su sentido, su riqueza en contenido y su significado.

El noviazgo, decía el Papa Francisco, “es un itinerario de vida que debe madurar, es un camino de maduración en el amor, hasta el momento que se convierte en matrimonio”[2]. La novia no es la esposa. El noviazgo no es el matrimonio, pero al mismo tiempo es una relación más fuerte y más estrecha que el ser compañeros de escuela o amigos. El noviazgo es una etapa importante y fundamental que prepara al matrimonio; una fase donde, sin embargo, todavía los dos non están seguros de que ella o él será la persona con la cual compartir toda la vida.

El noviazgo

Cada etapa de la vida debe ser reconocida y respetada: por eso, las etapas no se deben quemar y, como decía el Papa que conoce muy bien la realidad de América Latina, el amor se aprende y “se hace paso a paso”, y no se puede anticipar en el tiempo del noviazgo lo que pertenece al matrimonio.

La realidad de la familia que se presenta en la prensa, en los hechos de crónica, en el contacto con las personas y escuchando a los mismos jóvenes, a menudo, es la realidad de parejas sin un fundamento de amor fuerte: parejas que, después de poco tiempo del matrimonio, se separan. O bien, lo que sucede muy frecuentemente en el Paraguay, dos muchachos que, tan pronto como se conocen, queman las etapas y ella se queda embarazada. De este modo, de la que tenía que ser una relación de noviazgo para conocerse y para prepararse a construir juntos a una familia, nace un hijo no previsto y no deseado. Empieza, así, a menudo, el sufrimiento de no haber hecho un buen discernimiento, de no haber sabido esperar los tiempos y, por consiguiente, de no estar listos. Una familia no se funda en una relación sentimental y en la sola atracción física, sino en un vínculo fuerte de amor y de conocimiento, porque se discierne que es precisamente ella o es precisamente él la persona con la cual compartir toda la vida, en una relación matrimonial.

Es necesario, por tanto, mantener una distinción entre noviazgo y matrimonio, intentando vivir, como recuerda el Papa Francisco, aquel tiempo de iniciación a la sorpresa de los dones espirituales con los cuales el Señor enriquece la pareja[3].

La necesidad de hacer un buen discernimiento

En el libro del Génesis, en el relato de la creación del hombre, que quiere explicar el sentido religioso de la creación misma, se lee que Dios hizo caer sobre Adán un sueño profundo, le quitó una costilla y con esta formó a la mujer, como carne de su carne y hueso de su hueso (cf. Gen 2, 21-23).

El sentido profundo de este relato, recordaba Emilio, es que, al hombre, a Adán, le falta una “costilla”, no una cualquiera, sino su “costilla”. Adán, cuando se despierta, tiene que buscar su “costilla”, a su mujer. Por eso, no es una mujer cualquiera a la que busca, sino a la suya, a aquella formada de la “costilla” que le faltaba, y si encuentra a otra, que no es la suya, será un infeliz por toda la vida.

De aquí la necesidad de un discernimiento que permita conocer, comprender, analizar, reflexionar, en lugar de decidir basándose en un sentir superficial. El matrimonio no implica solo la esfera sentimental, sino también la de la razón, de la inteligencia y de la voluntad.

El discernimiento, en tal sentido, es un trabajo de relación entre la inteligencia de los dos, la voluntad de ambos, la construcción de un proyecto de vida de ambos. Se tiene que expresar el sentimiento, pero se debe adquirir también el conocimiento. Uno no se puede casar con un mujeriego, un borrachín, un violento, que desprecia y manipula a la mujer, la explota como si fuera un trozo de carne, y luego ir a quejarse con alguien. Probablemente aquella no era la propia “costilla”, y casi seguramente no hubo un discernimiento atento y ponderado.

Este discurso es fundamental para los jóvenes que están llamados a escuchar, a profundizar en la realidad, a explorarla y a penetrar en ella para preguntarse: “¿Qué quiere el Señor que yo haga?”.

Respondiendo a esta pregunta se alcanza la felicidad, se reconoce la propia auténtica vocación, se encuentra la “costilla” que faltaba.

Partir de la escucha de la Palabra

La escucha atenta de la palabra del Señor es el camino que recorrer, para poner en marcha un discernimiento serio. Ponerse a los pies del Señor para escucharlo es el primer ejercicio que se debe hacer; un trabajo personal que se tiene que cumplir en el propio corazón, para ser hombres de fe y capaces de elegir, cuando será el momento.

El apóstol Bernabé fue llamado y respondió; fue elegido y aceptó; fue enviado y se fue: por eso, es al mismo tiempo discípulo y misionero del Señor. Para él, esta era su vocación, la “costilla” faltante que encontró, reconoció y con la cual se casó.

Escuchar la palabra del Señor, en el silencio interior y exterior, significa crear las condiciones para comprenderla bien, según lo que esa Palabra expresa, porque su sentido verdadero no es el que cada uno de nosotros le atribuye, sino solo el que el Señor le imprime: solo aquella es la verdad.

En la sociedad actual existe, a menudo, la tentación de querer relativizar la verdad, reduciéndola a la opinión de cada uno: “A mí me parece que… Yo pienso que… Yo entiendo…”. Esto significa determinar la verdad según el propio sentir, pero esto se vuelve la locura de un subjetivismo extremo e infructuoso, que frecuentemente implica también la fe.

La Palabra es la del Señor y no se puede adaptar la verdad a nuestro sentir y a nuestro sentimiento. La fe no es un sentimentalismo religioso, una sensación, una sensibilidad epidérmica, tampoco es solamente atracción; la fe es sobre todo obediencia a la palabra del Señor.

Se queda claro que, una vez escuchada la Palabra, cada uno es libre de obedecer o no, de creer y de actuar según aquella palabra o de rechazarla, de vivir el Evangelio según las exigencias que expresa o de seguir el propio sentir y de comportarse según los propios criterios de juicio, buscando el atajo para no sufrir demasiado, el camino aparentemente más fácil y breve.

También esta es una tentación actual: la de evitar las dificultades, de vaciar cada discurso fuerte, para transformarlo en light, sin consistencia. La moda de la ligereza, light, no es solo una exigencia dietética para no engordar, para mantener la línea o para no morir de obesidad –con situaciones ridículas de personas que comen todo lo que pueden, pero, al final de la comida, toman un café con edulcorante light–, sino que ha implicado también el modo de pensar y de actuar.

Todo es light, pero el Evangelio es un alimento fuerte

Se come light, se piensa light y se actúa light. La educación tiene que ser light, padres y profesores deben formar light, también la fe y la religión deben ser light, para no tocar más allá de cierta medida la sensibilidad y la emotividad de las personas. El riesgo es el de ser padres tan light hasta volverse esclavos de los caprichos de los propios hijos.

La fe es un alimento fuerte, todo lo contrario de light; se predica y se vive con firmeza y con fuerza. Si se quiere ser light para no causar molestia, no se puede anunciar el Evangelio. Si la imagen de un Cristo muerto en la cruz de forma cruenta es inaguantable, y se quiere hacer más dulce y más limpia la escena, sin demasiada sangre y eliminando la cruz, ya no se trata más de Cristo. No se puede presentar a un Cristo que muere, sí, pero de manera light.

La cruz significa fatiga, esfuerzo, lucha, y la belleza del Evangelio es precisamente esta fuerza y firmeza suya, esta concreción segura, donde la palabra es la palabra, “sí” es “sí” y “no” es “no”, y no existen arreglos o adaptaciones según la sensibilidad personal de cada uno.

El Cristo crucificado es el mismo Cristo resucitado, y no existen rechazo, dificultades, persecuciones que puedan cambiar aquella Palabra decisiva.

Nadie tiene el poder de cambiar la palabra del Señor, ni el Papa y tampoco el mismo Dios, porque una vez que dijo su Palabra de amor, Él mismo, en la Persona del Hijo, Verbo encarnado, murió en la cruz antes que traicionarla. En el Señor existe solo la certeza, no están la duda, la traición, las expresiones “me parece”, “tal vez”, “pienso” o “no pienso”.

Es importante, sobre todo para los jóvenes, aprender a ser firmes, fuertes, entrenándose por medio de la escucha, del estudio, de la reflexión y del conocimiento, sin hacerse manipular la conciencia, para llegar, cuando será el momento, a una decisión definitiva y firme, a la cual permanecer fieles hasta el final.

La firmeza y la fidelidad no son virtudes obsoletas, sino, al contrario, son la clave para vivir en una sociedad cada vez más fragmentada y consumista.

Cada uno encontrará la propia cruz, que no es una de las muchas que nos fabricamos personalmente, sino solo la que nos da el Señor. Si no pasamos por ella, no aceptando la lucha y el esfuerzo para superar los obstáculos, no podremos ser nunca hombres y mujeres auténticos.

No cuesta nada pronunciar palabras, a lo mejor palabras que engañan, que dejan creer en la facilidad de la vida, en su ligereza; palabras vacías que no sirven para nada, salen de la boca, pero no están en el corazón. El hombre está llamado a hablar de la abundancia del corazón, a pronunciar palabras auténticas, que corresponden a su significado y se ponen en práctica en las obras. En efecto, no podemos ser fieles solo con palabras, sino siempre con palabras y obras, como Cristo Jesús, la Palabra hecha carne.

Sobre todo a los jóvenes, que en la Iglesia latinoamericana constituyen una opción preferencial junto con los pobres y con la cultura, está dirigida la invitación a poner en práctica la palabra pronunciada, a vivir las cosas dichas, a aprender a buscar y a reconocer la propia “costilla”, a discernir y a realizar la propia vocación, la que el Señor ha reservado para cada uno de ellos.

(A cargo de Emanuela Furlanetto)

 

 

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[1] “Esperar ese momento; es un momento, es un itinerario que va lentamente hacia adelante, pero es un itinerario de maduración. Las etapas del camino no se deben quemar. La maduración se hace así, paso a paso”, Papa Francisco, Audiencia general (27 de mayo de 2015).

[2] Papa Francisco, Audiencia general (27 de mayo de 2015).

[3] Cf. Papa Francisco, Audiencia general (27 de mayo de 2015).

 

(Traducido del italiano por Luigi Moretti)

 

 

24/08/2024