En estos días que preceden al 31 de octubre de 2024, 58 aniversario de la ordenación sacerdotal del P. Emilio Grasso, queremos volver a proponer un artículo que escribió hace unos diez años, en el que analiza el camino recorrido, los rostros conocidos y los acontecimientos históricos que lo llevaron a emprender un camino no exento de dificultades, pero guiado por la pasión y el amor a Dios.

 

Separador de poemas

 

Me he quedado profundamente impresionado por los primeros discursos y las primeras homilías del Papa Francisco.

He sentido el deber, sin ninguna presunción, de confrontar los orígenes de mi vocación y de los primeros años de ministerio sacerdotal, los que han marcado a fuego toda mi vida, con esta irrupción de aire primaveral en la vida de la Iglesia.

Ya desde sus primerísimas palabras, el Papa Francisco nos ha llamado a

“no tener miedo de la gracia, no tener miedo de salir de nosotros mismos, no tener miedo de salir de nuestras comunidades cristianas para ir a encontrar a las 99 que no están en casa. E ir a dialogar con ellas, y decirles qué pensamos, ir a mostrar nuestro amor que es el amor de Dios”[1].

Él sigue repitiéndonos que tenemos que

ir hacia las periferias, las periferias existenciales: desde la pobreza física y real a la pobreza intelectual, que es real también. Todas las periferias, todos los cruces de caminos: ir ahí. Y ahí sembrar la semilla del Evangelio con la palabra y con el testimonio”[2].

Y en esta llamada a ir a las periferias del mundo, a salir de nosotros mismos, he encontrado de nuevo inmediatamente a los grandes Maestros de mi primera juventud y su enseñanza testimoniada hasta la efusión de la sangre.

¿Cómo no recordar, a propósito, la gran lección de Martin Luther King? ¡Cómo me ha vuelto inmediatamente al corazón y a la memoria también su profundo comentario a la parábola del Buen Samaritano! Él –explicando esta parábola– afirma que encuentra miles justas razones para no detenerse cerca del herido tendido en la calle. Si se pone la cuestión a partir de sí mismo, se encuentran todas las razones para no detenerse: “Si me detengo para ayudar a este hombre, a mí ¿qué me pasará?”[3], se pregunta Martin Luther King. Pero si la cuestión se pone a partir del otro, el problema cambia: “Si no me detengo para ayudar a este hombre, ¿qué le pasará a él?”[4]. Entonces ya no existe ningún motivo para no detenernos. Es el otro, no el yo, el que debe ser puesto en el centro de nuestra vida. De este modo, nos libramos del círculo cerrado de un solipsismo narcisista que vacía lentamente cerebro y corazón, y nos paraliza en la eterna existencia hamlética. Ciertamente, en esta óptica, no se escapa de la muerte. Pero, para un cristiano, la muerte no es un accidente de recorrido. Es el acontecimiento hacia el cual tiende toda su existencia, porque la muerte es el abrirse de par en par de las puertas de la vida ya sin límites y opacidades.

Yo seguía a los hombres y no las ideas

En los años de mi juventud, yo iba como mendigo a la búsqueda de hombres que dijeran algo a mi corazón.

Recuerdo, por ejemplo, como me acogió en su estudio, permaneciendo conmigo para hablar por largo tiempo, esa eminente persona del Prof. Aldo Capitini, cristiano dulce y amable, aunque aparentemente fuera de la Iglesia. ¡Y qué decir del P. Zeno de Nomadelfia, un hombre en que se vislumbraba que su sermón era el rostro de sus hijos, y no las ideuchas del último libro que, cuando aparecía en la traducción italiana, ya estaba superado en la patria de origen!

El P. Milani me acogió, me dirigió la palabra, me invitó a su mesa. Me dijo que él hablaba solo con los pobres y con quien era sacerdote o maestro o sindicalista (únicos compromisos que el P. Milani reconocía dignos de un cristiano). Me dijo que durante veinte años había acumulado cultura para sí, y ahora tenía que restituir con los intereses a los pobres montañeses lo que había capitalizado. Me habló, en su estilo inconfundible, de aquellos intelectuales de salón que se llenaban la boca con la palabra acerca de los pobres y luego no sabían nada de ellos. “Racistas –dijo el P. Lorenzo– que luego, cuando se casan, se casan tan solo licenciados con licenciados”.

De ellos, decía el P. Lorenzo: “Hablan... hablan y no saben tampoco si los pobres duermen con pijama, con camisón o con calzoncillos...”. Ciertamente el más gran regalo que Dios hizo al P. Milani fue el de hacerlo morir antes de que viera a los jóvenes intelectuales de salón apoderarse de su mito, para seguir quitando la palabra a los pobres e intentando usarlos como masa de maniobra contra la Iglesia. Aquella Iglesia que el P. Lorenzo amaba como Madre y de la cual nunca se habría separado, porque era la única que podía perdonar sus pecados[5].

La estación del Vietnam

Luego, llegó la estación del Vietnam: sentíamos en nuestra piel las bombas que mataban a un pueblo campesino. A aquellos tiempos se remontan mi compromiso por la cesación de los bombardeos en el Vietnam y la amistad con Andrea Gaggero, del cual me fascinaban no las ideas del hoy, sino la pureza y el sufrimiento del sacerdote en el campo de exterminio nazista de Mauthausen[6]. Un hombre de diálogo y respetuoso de las posiciones ajenas; un hombre que, aunque habiendo salido de la comunión visible de la Iglesia, rodeaba de amor y respeto al joven seminarista que era yo, y se sentía contento cuando me invitaba a comer en su casa.

Fascinado por la bondad hecha carne en un sacerdote que murió solo poco tiempo después de que lo había conocido, Mons. Antonio Sartorato, en 1961 entré en el Colegio Capranica y cursé mis estudios filosófico-teológicos en la Universidad Gregoriana.

En el momento de mi ordenación diaconal, el Rector de mi Colegio, Mons. Franco Gualdrini, un óptimo sacerdote al cual tanto le debo por su honestidad y paciencia, me dijo que ya no estaba seguro de mi ordenación. Me veía demasiado comprometido en el... frente del Vietnam, y esto lo preocupaba. Además, algunos compañeros del Colegio se habían quejado de mis juicios y de los discursos que hacía entonces. Así, en espera de que pusiera la cabeza en orden, fui invitado a callarme y a ejercer mi ministerio diaconal lejos de los jóvenes. Me fui al hospital San Camillo, donde pasé uno de los períodos más lindos de mi vida, en contacto continuo con la muerte y el dolor. Me parecía estar en el frente y combatir mi batalla contra el enemigo del hombre.

¡Qué consuelo, para mí, a casi cincuenta años de distancia, escuchar al Vicario de Cristo que anima a los jóvenes con estas palabras!: “A vosotros jóvenes os digo: No tengáis miedo de ir a contracorriente, cuando nos quieren robar la esperanza… ¡Adelante, sed valientes e id a contracorriente! ¡Y estad orgullosos de hacerlo!”[7].

¡Qué profundo gozo se experimenta! cuando el Papa, con fuerza impresionante, repite todavía: “¡Cuántos hombres rectos prefieren ir a contracorriente, con tal de no negar la voz de la conciencia, la voz de la verdad! Personas rectas, que no tienen miedo de ir a contracorriente. Y nosotros, no debemos tener miedo”[8].

A los jóvenes de hoy la palabra Vietnam les dice muy poco. Para nosotros, el Vietnam era un punto preciso de referencia, una elección de la cual no podíamos fácilmente escapar.

Además, yo había sido uno de los promotores de una apelación por la paz en el Vietnam, remitida a la Embajada de los Estados Unidos de América.

Salido de los campus universitarios de los Estados Unidos, el movimiento de oposición a la guerra del Vietnam se extendió como mancha de aceite por el mundo entero y no excluyó ninguna sede. Logró interesar a escala internacional a un movimiento de masa hasta entonces inimaginable.

El Vietnam se transformó en un símbolo de una potencia evocadora tan explosiva que, en breve tiempo, logró perder sus connotaciones originales para transformarse en el apocalipsis final de una lucha entre el Bien y el Mal, como nunca hasta aquel tiempo había sido vivida.

Los primeros reportajes periodísticos y las primeras imágenes visivas conmovieron, y en muchos casos desbarataron el imaginario colectivo.

El pequeño Vietnam, país de campesinos, estaba asumiendo la función de David frente al Goliat, interpretado por la más grande potencia industrial del mundo.

En la “aldea global” que la expansión de los medios de comunicación de masas iba construyendo, la heroica resistencia de este pueblo de pobres conmovía, indignaba, suscitaba un irresistible movimiento de simpatía y de solidaridad.

Todos los análisis y los juicios se volvieron rígidos y sin distinciones o atenuaciones. Todo el Bien de un lado; todo el Mal del otro.

¡Cómo comprendo bien, hoy, las sabias palabras del Papa Francisco!, si las aplico a aquel tiempo, cuando el Papa nos habla de la “constante ilusión de querer construir la ciudad del hombre sin Dios, sin la vida y el amor de Dios: una nueva Torre de Babel”[9]! ¡Cómo son verdaderos su análisis cuando afirma que frecuentemente el hombre “se deja guiar por ideologías y lógicas que ponen obstáculos a la vida, que no la respetan, porque vienen dictadas por el egoísmo, el propio interés, el lucro, el poder, el placer”[10]!

Estábamos llenos de entusiasmo, pero “también el amor más grande, en efecto, cuando no se alimenta continuamente, se debilita y se apaga”[11].

El movimiento de solidaridad con el Vietnam unió a pacifistas y sostenedores de cada movimiento revolucionario violento; a cristianos de todas las Iglesias y exponentes de otras religiones; a ricos y pobres; a jóvenes del Tercer Mundo y muchachos de los mismos Estados Unidos; a comunistas y anticomunistas; a estudiantes y obreros. Solo pocos tuvieron la duda de que aquella causa fuera justa.

Quien participó en aquel movimiento, quien tuvo aquella pasión, quien estuvo presente para manifestar o también solo para suscribir una solicitud o un mensaje de solidaridad, tuvo la clara sensación de que nunca como entonces se hacía realidad aquel fenómeno típico que se encuentra al nacer de una revolución, lo que Sartre llama “grupo en fusión”.

Parecían, entonces, tan verdaderas las palabras con las que Sartre describe el nacer del momento revolucionario:

“Yo corro en la corrida de todos; grito: ‘Párense’ y todos se paran; alguien grita: ‘¡Muévanse!’ o ‘¡A la izquierda! ¡A la derecha! ¡A la Bastilla!’ Y todos vuelven a partir… La palabra de orden no es obedecida. ¿Quién alguna vez obedecería? ¿Y a quién? No es sino la praxis común”[12].

Si el Vietnam actuó como detonador, otros, y de gran relieve, fueron los factores desencadenantes y concomitantes.

Herbert Marcuse, cuyo pensamiento fue continuamente mencionado en aquel período, en una célebre discusión con los estudiantes de la Universidad Libre de Berlín, sintetizaba así los motivos de la oposición de los estudiantes a la guerra del Vietnam:

“A los estudiantes la guerra del Vietnam les ha revelado por primera vez la naturaleza de la sociedad existente: la necesidad connatural a ella de la expansión y de la agresión y la brutalidad de la lucha competitiva en campo internacional”[13].

Es un análisis que refleja, aunque independientemente de él, aquel realizado pocos meses antes por Martín Luther King, asesinado el 4 de abril de 1968. “La guerra del Vietnam –afirmaba el profeta negro de los derechos humanos– no es sino un síntoma de una enfermedad que aflige a toda América”[14].

Para mi generación, que había nacido demasiado tarde para participar en la Resistencia y demasiado pronto para no ser tocada por ella, el Vietnam representó la trinchera donde era todavía posible combatir nuestra batalla, aunque era una batalla que se hacía en la mayoría de las veces en el salón o el sábado de tarde en largos cortejos, que imitaban, litúrgicamente, las procesiones católicas.

A nosotros los católicos, luego, nos parecía que era particularmente grave que el cristiano Johnson, quien había jurado sobre la Biblia, continuara en la política de los bombardeos sistemáticos y en el sostén a camarillas locales de gobiernos fantoches, cuyo grado de corrupción era solo igual a la estupidez de una política miope y suicida.

Leíamos Lacouture, Chesneaux y todos aquellos que nos hablaban de este pueblo valiente y amado, que con su legendario jefe que para todos nosotros era un mito, Ho Chi Minh, cantaba: “¡Es mejor morir que vivir como siervos!”[15].

Emilio Grasso

(Continúa)

 

 

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[1] Papa Francisco, Discurso a los participantes en la Asamblea diocesana de Roma (17 de junio de 2013).

[2] Papa Francisco, Discurso a los participantes…

[3] M.L. King, Io ho un sogno. Scritti e discorsi che hanno cambiato il mondo, Società Editrice Internazionale, Torino 1993, 195.

[4] M.L. King, Io ho un sogno…, 195.

[5] Acerca de mi recuerdo del P. Milani, cf. E. Grasso, El lenguaje como instrumento de libertad, en E. Grasso, Mundo de campesinos, campesinos del mundo. Pautas para una pastoral campesina, Centro de Estudios Redemptor hominis, San Lorenzo 2007, 57-71.

[6] Cf. A. Gaggero, Vestìo da Omo, Giunti Editore, Firenze 1991; cf. A. Gaggero, Mauthausen. Il dovere della memoria. A cura di T. Arrigoni, La Bancarella, Piombino (LI) 2008.

[7] Papa Francisco, Ángelus (23 de junio de 2013).

[8] Papa Francisco, Ángelus (23 de junio de 2013).

[9] Papa Francisco, Santa Misa para la Jornada de la “Evangelium vitae” (16 de junio de 2013).

[10] Papa Francisco, Santa Misa para…

[11] Papa Francisco, Profesión de Fe con los obispos de la Conferencia Episcopal Italiana (23 de mayo de 2013).

[12] J.-P. Sartre, Critique de la raison dialectique (précédé de Question de méthode), I. Théorie des ensembles pratiques, Gallimard, Paris 1960, 408.

[13] H. Marcuse, La fine dell’utopia, Laterza, Bari 1968, 56.

[14] M.L. King, Oltre il Vietnam, La Locusta, Vicenza 1968, 37.

[15] Ho Chi Minh, Diario dal carcere, Garzanti, Milano 1972, 35.

 

 

 

28/10/2024