En un artículo estimulante, escrito en la fase inmediata del posconcilio, Karl Rahner ponía en evidencia lo que habría sido el verdadero criterio para evaluar los frutos del Concilio mismo: el amor a Dios, la fe, la esperanza, la caridad hacia sí mismos y hacia el próximo, adorar a Dios en espíritu y verdad, la aceptación de buena gana de las tinieblas de la existencia y de la muerte, asumiendo y sabiendo valorizar cada vez más la propia libertad personal.

Poniendo el acento sobre todos estos puntos, Rahner veía en “lo que es religioso” lo único necesario y ponía en segunda línea, como medio, todo el resto. A lo “religioso” el gran teólogo alemán daba el nombre de piedad[1].

Después de haber analizado el tiempo histórico hacia el que nos encaminamos, Rahner llega a su muy citada afirmación:

“La persona piadosa del mañana o será un místico, es decir, uno que ha experimentado algo, o dejará de ser piadoso, porque la piedad del mañana ya no será sustentada por la convicción hecha experiencia y decisión personal unánime, natural y pública, ni por las costumbres religiosas de todos; la educación religiosa hasta ahora habitual, pues, podrá seguir siendo solamente una iniciación muy secundaria para la parte institucional de la religión”[2].

Este paso de un cristianismo de tipo sociológico a un cristianismo místico es cuestión absolutamente no concluida todavía.

Acerca de esto debería ser recordada, como contemporánea a la posición de Rahner, la tesis de Daniélou quien, hablando de la oración como problema político, ponía en guardia del tomar en consideración la hipótesis de una sociedad donde la vida de oración no fuera accesible a todos. Según el teólogo francés, para no caer en el irrealismo, deben ser realizadas algunas condiciones sociológicas, si no se separa el hecho espiritual de su contexto colectivo. En tal caso, se haría imposible para la mayor parte de los hombres mantener una cierta actitud espiritual[3].

Queda el hecho de que la cuestión, de cualquier manera se enfrente, concierne a la relación entre fe y moral, entre ortodoxia y ortopraxis.

Esta involucra las elecciones pastorales y el tipo de anuncio vocacional.

Últimos testigos de un cierto tipo de religiosos

Hoy, al amanecer del tercer milenio, corremos el gran riesgo de llegar a ciertas proposiciones pastorales y vocacionales teológicamente vacías.

Ya está experimentado que hay un cansancio de la escucha y de la palabra. El nuestro es un tiempo de profunda desconfianza de la palabra, anulada en su relación con lo real; no expresiva de experiencia vivida; muchas veces, reducida a juego de sonidos y vaciada de todo contenido. De eso se sigue también un sentido de aburrimiento y molestia hacia el discurso teológico.

El problema es conocido; y se pone hoy de manera radicalmente nueva, a causa de transformaciones tecnológicas tales que hacen hablar de la llegada de un hombre nuevo, que ha padecido casi una mutación genética con respecto a aquel con el que hemos convivido por siglos. Se trata de la llegada de lo que Ferrarotti llama “el hombre digital”, que anuncia el próximo fin del antropocentrismo veterohumanístico, el ataque al cerebro y la perfección de la nada. Al término del recorrido de una realidad virtual que, sin hacerse excesivas ilusiones, remeda a Dios, el padre de la sociología italiana encuentra que se podrá comunicarlo todo, decirlo todo en todo el mundo, pero el resultado será que no se tendrá nada que decir[4].

Este fenómeno, como otras mutaciones culturales y antropológicas, interroga profundamente el modelo de relación que establecemos con el mundo de los jóvenes, a los que estamos dirigidos para una pastoral vocacional.

Retomando el lenguaje de Rahner, de cuyas afirmaciones hemos partido, tenemos que reconocer que en gran parte hemos sido formados por un mundo “unánime” y somos sus herederos, en los parámetros de referencia a ciertos valores. El mismo pensamiento marxista, que ha constituido por décadas el terreno de comparación y choque, es atribuible a matrices comunes a la gran tradición cultural cristiana.

De aquel mundo se podía decir que era adversario; pero no se podía decir que no se conocieran sus orígenes y finalidades.

Un joven religioso, terminado su noviciado e integrado en su comunidad de vida, sabía cuál era su identidad y lo que debía hacer. Se trataba, luego, de hacerlo, llevando a la práctica todos aquellos ejercicios ascéticos y aquellos métodos pastorales, que permitían comunicar a un interlocutor, antropológicamente conocido y partícipe de referencias comunes, la llamada a una conducta de vida que no necesitaba ser fundada.

En tal óptica, el lenguaje común quedaba desterrado al campo ético y social. A lo sumo se llegaba a un discurso apologético, tendente a demostrar la superioridad del empeño cristiano con respecto a todas las demás formas de respuesta y participación.

Más allá de cualquier análisis e hipótesis de trabajo, una cosa aparece cierta, como afirma con autoridad el padre Jean-Marie R. Tillard:

“Nosotros somos inexorablemente los últimos testigos de un cierto modo de ser cristiano, católico. Los últimos de una estirpe de cristianos formados por lo que fue el cristianismo de los largos siglos del Occidente cristiano, también después de los grandes virajes del siglo dieciséis y de la edad de la Ilustración”[5].

Interrogado sobre el futuro de la vida religiosa, Edward Schillebeeckx afirmaba que las actuales formas ya pertenecen al pasado. Él indicaba las únicas posibilidades de un futuro en el estar presente entre las gentes que sufren y en la escucha de todos los grandes problemas del mundo.

Por otro lado, es necesario saber prestar oídos a la voz del pasado y de toda la gran tradición religiosa y humanística.

No es, pues, según Schillebeeckx, un simple estar dentro de las situaciones, sino estar en ellas con una visión que es, al mismo tiempo, mística y de empeño social, político y económico.

Por eso, el compromiso en la historia es de importancia fundamental y es absolutamente necesaria una formación teologal y teológica. Esta formación tiene que estar presente ya desde el noviciado, pero, luego, tiene que continuar por toda la vida.

En el vivir de manera concreta y solidaria con los pobres y en el ahondamiento de la vida y de la reflexión intelectual, el gran teólogo dominico ve las únicas posibilidades de futuro para la vida religiosa. En este sentido, en esta capacidad de renovación, venga ella del exterior o del interior de las mismas familias religiosas, Schillebeeckx confesaba, a pesar de todos los índices que empujan al pesimismo, ser optimista sobre el futuro de la vida religiosa[6].

El riesgo de una presencia teológicamente vacía

Más allá de las muchas maneras de abordaje del problema y de las diferentes experiencias de los autores, aparece una sorprendente unidad en las conclusiones a las que llegan tanto Rahner como Schillebeeckx, como, en toda otra vertiente, el mismo Ferrarotti.

Existe el gran y mortal peligro de un presencialismo en todo y por todo, un estar informados e informar sobre todo, un estar dentro de cada situación y cada cuestión, con el solo resultado de no tener nada significativo que proponer.

Contra estas formas de presencialismo a toda costa, que pretenden justificarse en nombre del misterio de la Encarnación, Henri de Lubac escribió algunas páginas cortantes que permanecen de gran actualidad. El teólogo francés veía el peligro de la vuelta de un “cristianismo arriano”; de un cristianismo perfectamente encarnado, en el que uno es cristiano por nacimiento de la carne. No es suficiente, para satisfacer las exigencias de la Encarnación, estar presente de una manera cualquiera, con cualquier forma de participación. Cristo –recordaba De Lubac– no ha venido para hacer obra de Encarnación, sino que el Verbo se ha encarnado para hacer obra de Redención. Nuestro Dios encarnado es un Dios crucificado. Muere en la carne para renacer en el Espíritu[7].

En esta óptica, se corre el riesgo de que todo se convierta en imagen; cada imagen se convierta en espectáculo; y los espectáculos se sucedan vertiginosamente el uno al otro. Puede entrar en el juego también un conjunto de palabras, y también de palabras aparentemente religiosas o más específicamente cristianas, pero estas son solo un “remedar a Dios”, un ilusionar e ilusionarse de que se está en línea con un discurso evangélico mientras que, al contrario, solo se está contribuyendo a vaciar “la palabra” de todo su valor semántico.

La palabra permanece la más perfecta expresión de la persona. Es la acción a través de la cual una persona se dirige a otra y se expresa con la finalidad de una comunicación.

A tal fin, la palabra debe tener un contenido: significar o representar algo.

Interpela, es decir, se dirige a alguien, a un rostro preciso y tiende a provocar en él una respuesta, una reacción.

Por fin, desvela la actitud interior de la persona, manifestando todas sus disposiciones[8].

Una pastoral vocacional no puede prescindir de ninguna manera del encuentro entre dos personas; encuentro en el que tiene que haber alguien que primero toma la iniciativa de comunicar un contenido, de revelar el secreto del propio corazón, de interpelar al otro haciéndole las preguntas esenciales sobre el sentido de la vida y llamándolo por su propio nombre para seguirlo.

El tiempo de hoy –subrayaba ya Pablo VI en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi– es un tiempo cansado de escuchar e inmunizado contra la palabra. Pero

“el tedio que provocan hoy tantos discursos vacíos y la actualidad de muchas otras formas de comunicación no deben, sin embargo, disminuir el valor permanente de la palabra, ni hacer perder la confianza en ella. La palabra permanece siempre actual, sobre todo cuando va acompañada del poder de Dios”[9].

Como escribe san Juan, el amor consiste en la capacidad de poner primero el acto de amor (cf. 1 Jn 4, 10); y el acto de amor es dar al otro la palabra que revela mi secreto e interroga el rostro que tengo frente a mí, en la profundidad del contenido salvador del sentido histórico y último de la vida. Esta es palabra que no deja indiferente y no permite, por su efecto cortante y penetrante (cf. Heb 4, 12-13), volver tranquilamente a lo zapping del supermercado de las propuestas.

Cualquier otra “buena palabra” que presuponga a un joven sencillamente en escucha y en espera de un dulce llamamiento a vivir lo que ya ha sido fundado en él, a un joven que tenga necesidad solo de una admonición sobre el comportamiento y no de un radical volver a poner en discusión el problema del sentido, hace parte de una visión del hombre y de una pastoral inexorablemente junta a su punto terminal.

Quiere decir no tener mínimamente en cuenta las transformaciones radicales y las mutaciones culturales, que ya no nos ponen frente a un hombre conocido, sino frente a un planeta antropológicamente desconocido.

Emilio Grasso

(Continúa)

 

 

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[1] Cf. K. Rahner, Pietà in passato e oggi, en K. Rahner, Nuovi saggi, II. Saggi di spiritualità, Paoline, Roma 1968, 11-12. Esta conferencia fue publicada por primera vez en 1966.

[2] K. Rahner, Pietà in passato..., 24.

[3] Cf. J. Daniélou, La preghiera problema politico, Marietti, Torino 1968, 18-34.

[4] Cf. F. Ferrarotti, La perfezione del nulla. Promesse e problemi della rivoluzione digitale, Laterza, Roma-Bari 1997.

[5] Cf. J.-M.R. Tillard, Sommes-nous les derniers chrétiens?, Fides, Québec 1997, 16.19.

[6] Cf. U. Engel, Sur l’avenir de la vie religieuse. Un entretien avec Edward Schillebeeckx, o.p., en “La Vie Spirituelle” 75 (1995) 75-86.

[7] Cf. H. de Lubac, Paradoxes. Suivi de nouveaux paradoxes, Seuil, Paris 1959, 41-48. Para una historia del uso reciente del término en el catolicismo francés, cf. B. Besret, Deux chapitres d’histoire du vocabulaire religieux contemporain en France: Incarnation et Eschatologie. 1935-1955. Excerptum ex dissertatione ad lauream in Facultate Theologica Pontificii Athenaei S. Anselmi in Urbe assequendam conscripta, Paris 1964.

[8] Cf. R. Latourelle, Teología de la revelación, Ediciones Sígueme, Salamanca 1989, 404-407.

[9] Evangelii nuntiandi, 42.

 

 

 

19/11/2024