Yo los dejo para ir a encontrar a otras ovejas perdidas

Roma, 20 de junio de 1969

 

Mis queridísimos:

En el momento de la separación, después de dos años vividos juntos en el intercambio sincero y apasionado de nuestras necesidades, esperanzas, angustias, desilusiones, ilusiones, pensamientos, acciones; después de dos años en los que ustedes han sido mi más grande gozo y preocupación, mi única angustia y consuelo; después de dos años vividos en el latido común de nuestro corazón por los grandes problemas de la Iglesia y de la humanidad, vividos en este tiempo emocionante de primavera conciliar, en una época espacial donde ya no es concebible solucionar los problemas en clave casera; después de dos años, no puedo no dirigirles, una vez más, mi discurso, mi reflexión, mi admonición, mi estímulo.

No puedo sino hacer mías las palabras con las cuales los Obispos de todo el mundo, reunidos en Concilio, se dirigieron a todos los jóvenes:

“... La Iglesia confía en que encontraréis tal fuerza y tal gozo que no estaréis tentados, como algunos de vuestros mayores, de ceder a la seducción de las filosofías del egoísmo o del placer, o a las de la desesperanza y de la nada, y que frente al ateísmo, fenómeno de cansancio y de vejez, sabréis afirmar vuestra fe en la vida y en lo que da sentido a la vida: la certeza de la existencia de un Dios justo y bueno. En el nombre de este Dios y de su Hijo, Jesús, os exhortamos a ensanchar vuestros corazones a las dimensiones del mundo, a escuchar la llamada de vuestros hermanos y a poner ardorosamente a su servicio vuestras energías. Luchad contra todo egoísmo. Negaos a dar libre curso a los instintos de violencia y de odio, que engendran las guerras y su cortejo de males. Sed generosos, puros, respetuosos, sinceros. Y edificad con entusiasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores”[1].

Yo los dejo para ir a encontrar a otras ovejas perdidas.

Los dejo haciendo mía la seguridad de la Iglesia: ustedes encontrarán una tal fuerza y un tal gozo para saber afirmar su fe en la vida y construir un mundo mejor.

Yo, precisamente porque los amo con el mismo amor de Cristo, debo dejarlos. Hay una lógica evangélica diaspórica, exodial y crucificada que no se puede abandonar a menos que no se vuelva sal sosa que “no es útil ni para la tierra ni para la basura; la tiran fuera” (Lc 14, 35).

Mi amor por ustedes ya es mi misma vida. Yo no puedo perder mi vida, mi amor. Debo conservarla para siempre, depositarla en el cielo, donde “no llega el ladrón, y no hay polilla que destroce” (Lc 12, 33).

Precisamente porque amo a ustedes, que son mi vida, tengo que dejarlos.

“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde o se disminuye a sí mismo?” (Lc 9, 25).

Salvar mi vida, mi amor por ustedes: no me interesa otro.

Hasta cuando Dios me ha tocado con su gracia, siempre me he desinteresado de mi prójimo. Es Dios y solo Dios el que me ha hecho comprender, el día en que por primera vez me he enamorado, su lógica y su modo de actuar: “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Pues el que quiera asegurar su vida la perderá, pero el que sacrifique su vida por causa mía, la hallará” (Mt 16, 24-25).

Esta “lógica” me acompaña en mi vida ya desde hace doce años, y me lleva siempre a dejar en el momento en que podría gozar de los frutos, a perder para encontrar de nuevo.

Está claro que no tengo la vocación de quien recoge, sino solo de quien siembra. Y, después de sembrar, debo marcharme, sin ver la cosecha. Otros la verán, otros recogerán.

Les confieso que no me da gusto y humanamente sufro por esto. Pero, ¿qué importa? “Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1Co 3, 7).

En efecto, “somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer” (Lc 17, 10).

Si permaneciera para cultivar a ustedes, traicionaría el Evangelio de Jesús.

Me pondría en su lugar, los haría mis esclavos, les quitaría esa libertad que Cristo les ha dado y que nadie debe quitarles.

Sería, para ustedes, como esos padres que no son capaces de dejar que los hijos vivan su vida. Como esas madres que no saben dejar a sus hijos, sino que siguen teniéndolos atados con un cordón umbilical nunca cortado.

Ya es necesario, para ustedes, que yo me marche. Emilio no puede tomar, en ustedes, el lugar de Jesús. “Es preciso que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 30).

Ningún hombre, y menos todavía yo, es lo Absoluto. Debemos liberarnos de todos los mitos, de todos los relativos absolutizados.

Hay que saber recolocar a cada uno en su justo lugar. ¡Ay de nosotros si a los mitos de un color sustituimos los de otro, si en lugar de algunos esquemas usamos otros esquemas, si en lugar de algunas experiencias absolutizamos otras experiencias!

Debemos tener el coraje de saber “desmitificar”, y especialmente esos mitos “laicos” que hacen al hombre aún más esclavo que antes.

Tenemos que atarnos verdadera e indisolublemente al Único que nos libera y nos realiza, a la Única y Absoluta Verdad que trasciende y que ninguna verdad parcial nunca puede agotar.

Cada uno de nosotros, y en esto yo también, tiene valor en cuanto testigo de lo Absoluto. Yo también, y pienso que no me estoy equivocando, los he servido llevándolos al conocimiento de la vida de Dios e insertándolos en la misma.

Pero, precisamente para que mi vida pueda servirles todavía, debo ser capaz de dejarlos, de morir respecto a ustedes. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24).

El dejarlos ha sido y es, para mí, aunque no lo haya manifestado, un morir. Me doy cuenta de que los amo tanto y los añoro.

Añoro a cada uno de ustedes, porque he amado y amo a cada uno de ustedes, y ahora lo siento como arrancado de mí.

Porque ustedes son mis hijos, mi carne y mi sangre, mi espíritu, mi vida, mí ser. “Pues, aunque hayan tenido diez mil pedagogos en Cristo, no tienen muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, los engendré en Cristo Jesús” (1Co 4, 15).

Mi carga humana, mi apego a ustedes no puede, no debe destruir mi ser sacerdote. Como sacerdote he venido en medio de ustedes, pastor enviado por el único Pastor que vale. Precisamente porque, ante todo, sacerdote de Cristo Jesús para siempre, yo “estoy celoso de ustedes, y son celos de Dios, pues los he ofrecido a Cristo como una joven virgen a la que yo he desposado con el único esposo” (2Co 11, 2).

Del Evangelio que les he predicado deben ser guardianes celosos. Nadie se lo debe tocar, nadie tiene que trastornar su libertad procedente del Evangelio que les he entregado. Estén ciertos de esto. No se hagan surgir dudas.

“Miren que nadie los esclavice mediante la vana falacia de una filosofía, fundada en tradiciones humanas, según los elementos del mundo y no según Cristo” (Col 2, 8).

“¡No, no existe otro Evangelio!... Pero aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo les anunciara un evangelio distinto del que les hemos anunciado, ¡sea maldito!” (cf. Gal 1, 7-8).

A este Evangelio de verdad y vida, santidad y gracia, justicia y libertad, amor y paz, a este Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo permanezcan fieles. “Lo que importa es que ustedes lleven una conducta digna del Evangelio de Cristo, para que … oiga de ustedes que se mantienen firmes en un mismo espíritu y luchan unánimes por la fe del Evangelio, sin dejarse intimidar en nada por los adversarios” (Fil 1, 27-28).

Manténganse firmes en la palabra de vida, “así, en el Día de Cristo, serán mi orgullo, ya que no habré corrido ni me habré fatigado en vano” (cf. Fil 2, 16).

 

Emilio Grasso

(Continúa)

 

(Traducido del italiano por Luigi Moretti)

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[1] Concilio Vaticano II, Mensaje a los jóvenes (8 de diciembre de 1965).