La noche está avanzada. El día se avecina
De esta unidad de amor suya manará un compromiso cada vez más potente por todos los hombres, un compromiso cada vez más atento, más intenso, que los hará llevar en sus corazones “las tribulaciones de todos los pueblos, las angustias del cuerpo y del alma, los dolores, los deseos, la esperanza”[1].
Llevando en sus carnes las estigmas de dolor de una humanidad llagada, ustedes, entonces, comprenderán que “no es posible ser santos y vivir el Evangelio que todos invocan, sin esforzarse en asegurar para todos los hombres algunas condiciones (de alojamiento, de trabajo, de alimentación, de reposo, de cultura, etc.) sin las cuales ya no hay vida humana”[2].
Entenderán, entonces, cómo es de fundamental importancia un compromiso político. El compromiso para construir una ciudad a dimensión del hombre, una ciudad diferente de la que hemos heredado, “una ciudad donde se encuentre un lugar para todos: un lugar para rezar (la iglesia), un lugar para amar (la casa), un lugar para trabajar (el taller), un lugar para sanarse (el hospital), un lugar para pensar (la escuela)”[3],un lugar para dialogar (la plaza), un lugar para fortalecernos (el espacio verde).
Yo no creo que ustedes puedan sustraerse a determinadas formas de compromiso político. Pero, en este compromiso, tendrán que comprometer solo a ustedes mismos y no a la Iglesia. La Iglesia es testigo de lo Absoluto, es comunidad profética que guía la historia, es anuncio de un Reino que ya está en medio de nosotros y, sin embargo, todavía tiene que venir, es juicio continuo sobre un mundo que no es el “Reino”.
La política, en cambio, es compromiso por encarnar en el tiempo valores que por sí siempre exceden toda encarnación. Es construcción de la ciudad de los hombres, ciudad siempre precaria, siempre caduca, siempre susceptible de perfeccionamiento y, por consecuencia, de crítica y de juicio. Es un campo en el cual los caminos no siempre son únicos, no siempre claros, no siempre asfaltados, no siempre seguros. Es arte de mediación y también de componendas. En política, no se puede intervenir sin preparación específica. Sin el conocimiento de la historia, de la economía, de la sociología, de todo lo que nos ayuda a comprender al hombre y a servirlo en el tiempo.
Cierta “acción política” tienen que hacerla. No como Iglesia, sino como hombres que han recibido el mensaje de amor, y que saben que deben servir a los hermanos también en la construcción de estructuras más humanas. Pero, y esta será nuestra contradicción, nuestro dramático vivir, no obstante sepamos que debemos hacerla, sabemos también que no será la política la que nos salva y que salva.
Quien nos salva es Cristo y no nuestras obras. ¡Ay de nosotros si no actuamos!, y también ¡ay de nosotros si creemos que estas obras nos salvan! Y, sobre todo, ¡ay de nosotros si nos sustraemos a esta tensión entre fe y obras, entre oración y acción, entre eternidad y tiempo, entre Iglesia y mundo, entre Reino e Iglesia. No tenemos que sustraernos, sino asumir en nosotros mismos esta tensión y continuamente depositarla allá donde todo está recapitulado, todo sanado, todo comprendido, todo reconstruido, todo unido, todo salvado. En el cáliz de la Sangre de Cristo, cáliz de nueva y definitiva alianza, sangre que nos purifica, nos renueva, nos redime, nos hermana, nos reúne, nos reconcilia, nos introduce en la vida misma de Dios, nos diviniza.
Amigos, hermanos queridísimos. Su compromiso así delineado, apenas entrevisto en el horizonte de esta primavera de pasión y de entusiasmo que se va entreabriendo en su vida, es un descubrimiento continuo, una aventura de gracia y de amor que debe ser vivida con superabundante generosidad...
“En otro tiempo ustedes eran tinieblas, pero ahora son luz en el Señor” (Ef 5, 8).
Para cada uno resuena la palabra de la Escritura como invito apremiante a tomar nuestro lugar: “Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y la luz de Cristo brillará sobre ti” (Ef 5, 14). Sí, despierta. Ya que “la noche está avanzada. El día se avecina. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz” (Rom 13, 12).
“Pónganse en pie, ceñida su cintura con la verdad y revestidos de la justicia como coraza, calzados los pies con el celo por el Evangelio de la paz, embrazando siempre el escudo de la fe, para que puedan apagar con él todos los encendidos dardos del Maligno. Tomen, también, el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios; siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos, y también por mí, para que me sea dada la palabra al abrir mi boca para dar a conocer con valentía el misterio del Evangelio” (Ef 6, 14-19).
Los saludo hijos, hermanos, amigos queridísimos. Los beso a todos, uno por uno, como uno por uno los llevo en mi corazón, con el beso santo del amor. Ámense, permanezcan firmes, permanezcan unidos.
Si nos hemos amado y nos amamos, si estamos listos para incendiar al mundo con el fuego inextinguible traído por Cristo, todo lo debemos a Nuestra Santa Madre Iglesia.
Amen a Nuestra Romana Iglesia. Estén agradecidos a ella. Apriétense a ella como a Nuestra Madre Amadísima. Más allá de sus arrugas y de sus manchas, de sus pecados y de sus infidelidades, que no son sino nuestras arrugas y manchas, nuestros pecados e infidelidades, vislumbren en ella el rostro amado del Esposo dilecto, Cristo Jesús.
En nuestros Obispos y en nuestro amadísimo Vicario de Cristo sepan vislumbrar –evitando detenerse a esas repelentes formas de prestigio, de poder, de humana y pagana mundanidad, de ridículos séquitos, de alabardas y folclóricos trajes, de aparatos más dignos de una corte bizantina que cristiana–, sepan vislumbrar aquel hilo indestructible que nos ata y nos reconduce a los apóstoles, y al humilde pescador de Galilea puesto por Cristo Jesús para que confirme a sus hermanos, piedra de edificación de la Santa Iglesia.
Y Pablo VI, a pesar del Estado Ciudad Vaticano, a pesar de los jardines colgantes, a pesar de la guardia pontificia, de los príncipes asistentes al solio, del aparato folclórico que lo aprisiona, del Banco Santo Espíritu, de las acciones vaticanas y de todo ese aparato ostentoso, servil y ridículo que lo rodea, permanece, para todos nosotros, el Vicario de Cristo, el sucesor del humilde pescador galileo sobre el cual Jesús edificó a su Iglesia. Nuestro amor y nuestra obediencia a nuestro Santo Padre, obediencia de amor hasta el derramamiento de nuestra sangre, no será nunca objeto de discusión, como nunca será objeto de discusión nuestro radical rechazo de toda forma de hipócrita y no leal obediencia, aquella obediencia que se fundamenta en el miedo, en el temor de descontentar y así de perder algo de pagana potencia y de humano prestigio.
“Que el Dios de toda esperanza los colme de gozo y paz en el camino de la fe y haga crecer en ustedes la esperanza por el poder del Espíritu Santo” (Rom 15, 13).
En unión con toda la Iglesia, los saludo.
“La gracia del Señor Jesús permanezca con ustedes. Los amo a todos en Cristo Jesús” (1Co 16, 23-24).
(Traducido del Italiano por Luigi Moretti)
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[1] Mensaje de los Padres del Concilio Ecuménico Vaticano II a todos los hombres (20 de octubre de 1962).
[2] Cf. E. Suhard, Agonia della Chiesa, Ed. Corsia dei Servi, Milano 1954, 87.
[3] Cf. G. La Pira, Discorso al Convegno fiorentino dei sindaci delle capitali del 1955, reeditado en G. La Pira, Una città fra oriente e occidente, en “La badia. Quaderni della Fondazione Giorgio La Pira” n.° 3 (1979) 20.