El Jueves Santo: a la mesa de la Última Cena

 

En los tres días del Triduo Pascual, celebramos el misterio de la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Jesús. Recordamos los acontecimientos vividos por Jesús y los volvemos a vivir en la liturgia, que nos hace contemporáneos de esos eventos. Esta es la dinámica sacramental, en la que se funda la liturgia pascual.

El Jueves Santo, en el que celebramos la Última Cena, con la institución de la Eucaristía y del sacerdocio, nos permite comprender por qué la Misa es tan importante para los cristianos: cada vez que la celebramos, se hacen presentes el sufrimiento de Jesús en su Pasión en todo su dramatismo y profundidad, y su Resurrección.

Aquel hombre que se entrega, que no reniega la palabra dicha, que va hasta el final en vivir lo que ha predicado, y es crucificado, vive al máximo grado, en su conciencia humana y divina, todos los sufrimientos de la humanidad. El Dios que muere experimenta en su carne y en su espíritu la profundidad del abismo del mal, del rechazo del amor y de sus consecuencias, y sufre con una conciencia de todo esto infinitamente superior a la de cualquier hombre. Frente a la muerte de Dios, que toma sobre sí la muerte de todos los hombres, no hay cabida para la superficialidad, el reírse, la indiferencia, el descuido, sino que se debe aprender a respetar el silencio “litúrgico” por su muerte y la de cada hombre, llegando a comprender que, cada vez que se celebra la Misa, se revive este momento terrible, y al mismo tiempo salvífico, que trasforma la muerte en vida.

Este es el aspecto “serio” del hombre y de los pueblos crucificados, del Dios que hace presente su muerte en la Misa: es el momento en que la fuerza del Espíritu Santo nos hace contemporáneos de Cristo en los días en que sufrió, murió y resucitó.

Para los cristianos, la Misa es el acontecimiento más grande de la historia. Sin la Misa, el mundo no encuentra la razón de fondo de su existencia, el sentido de las cosas, el rescate del dolor y de la muerte.

Comprendemos bien esta seriedad, si analizamos el misterio de la Eucaristía: es el Cuerpo del Señor y el Pan del cielo, pero no podemos celebrarla sin estar implicados en ella, si no ponemos sobre el altar un poco de pan y un poco de vino, frutos de la tierra y de nuestro trabajo. Tenemos que dar nuestro aporte, para que aquel pan y aquel vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Solo así nos quedamos incorporados en aquel sacrificio, que es también fruto de nuestro trabajo.

Aquí está también toda la responsabilidad de quienes ejercen el sacerdocio –instituido exactamente en la Última Cena–, de transmitir, con su predicación y su vida, la explicación comprensible de este acontecimiento. Aquel pan y aquel vino no son elementos mágicos, sino realmente el Cuerpo y la Sangre de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre: el misterio del Dios que muere para que el hombre viva. He aquí lo absurdo de participar con superficialidad en este misterio; por consiguiente, se vive superficialmente cada cosa e incluso la misma muerte.

La corrupción de la palabra

La superficialidad se manifiesta de manera especial en la corrupción de la palabra.

Por la “enfermedad de la palabra”, detrás de un mismo vocablo se esconden significados diferentes e incluso contradictorios y, de este modo, se sustrae al hombre la posibilidad de construir su vida sobre bases firmes y sólidas, matándolo en lo profundo de su ser. La corrupción de la palabra es la corrupción de la inteligencia, o sea, de lo que caracteriza al hombre en el universo creado: perjudicar su naturaleza racional significa condenarlo. En efecto, de esta manera, el Logos (Verbo-Palabra) del Padre, Razón creadora e interpretativa de toda la realidad, ya no tiene posibilidad de entrar en relación con él, para sacarlo del abismo en que ha caído. En este clima de corrupción de la palabra, Jesucristo, el Logos hecho carne (cf. Jn 1, 1-5.14), el enviado del Padre, ya no tiene un lenguaje en común con el hombre, porque los hombres ya no lo tienen entre ellos.

Por eso, también nuestra palabra debe tener un contenido auténtico, unívoco, para permitir el conocimiento recíproco. El pecado más grave es exactamente la prostitución de la palabra, de la cual nacen otros tipos de prostitución. Es pronunciar una palabra con la boca, pero tener en el corazón otra diferente, secreta.

El mensaje cristiano, en cambio, nos reconduce a la sencillez de llamar a las cosas por su nombre, y de recobrar el valor de muchas palabras, que hoy están gravemente enfermas.

La fuerza de la palabra vence la violencia; la cultura derrota la prepotencia; la verdad se impone sobre la mentira; el valor de la libertad interior aniquila toda forma de esclavitud.

En la vida, ser fiel a la palabra, a cuanto se promete o se afirma, es la síntesis, el punto de partida y de llegada de la revolución cristiana: una elección hecha libremente, como respuesta a un anuncio recibido y que lleva a la verdadera libertad, la que proviene de la verdad.

Para no hacerse esclavos de la mentira, es necesario ir hasta el final y estar dispuestos a pagar el duro precio de la verdad. Todos están llamados a seguir el ejemplo de Jesús, quien ha quedado fiel a su misión de amor hasta las extremas consecuencias.

Hacia la divinización del hombre

A partir de la Misa, actualización del sacrificio de Jesús, los fieles están llamados a descubrir el verdadero valor de cualquier realidad. El misterio de Dios les hace comprender que ellos tienen derecho a vivir y soñar una existencia al máximo grado: Jesús muere para que ellos tengan una vida auténtica, que no consiste en poseer el celular, la moto o seguir a toda costa la última moda. La vida es el amor: querer y ser querido.

La lógica cristiana no se limita a una moral “buenista”, sino que es mucho más, es la subida hasta la divinización del hombre: Dios no se ha hecho hombre simplemente para entregarnos una ley o dejarnos un ejemplo que imitar, sino para que cada hombre llegara a ser Dios.

“Para que el hombre sea libre ha de ser ‘como Dios’. El empeño de llegar a ser como Dios constituye el núcleo central de todo lo que se ha pensado para liberar al hombre. Puesto que el deseo de libertad pertenece a la esencia misma del hombre, este hombre busca necesariamente, desde el principio, el camino que conduce a ‘ser como Dios’: no se conforma el hombre con menos; nada finito puede satisfacerle”[1].

Jesús muere para que lleguemos a ser como Dios, a entrar en la belleza del amor que no acaba y alcanza cumbres cada vez más altas. Un amor es fuerte cuando va más allá de la noche, de la oscuridad, de las tinieblas, de la enfermedad, de la muerte. Jesús ha enseñado que su amor es más fuerte que la muerte, y ha instituido la Eucaristía como actualización de todo esto.

Por algo la Iglesia es maestra de amor. Basta pensar en el Cantar de los Cantares, que describe exactamente el amor entre Cristo y la Iglesia, entre Cristo y el alma fiel; es un libro clave de la Biblia, para los que deseen aprender a querer con humildad, a distinguir el bien del mal, a ser capaces de sufrir, comprometerse, formarse un carácter, tener el control de sí mismos, sin rendirse frente a la primera dificultad.

Este es el mensaje de la Iglesia: un mensaje de belleza, fuerza, coraje, libertad auténtica, que nos dice que Dios no pone límites al hombre, sino que es el Anticristo el que los pone, como vemos en la historia de Judas. Dios ha ido más allá de la muerte, mientras que, cuando ponemos el límite del miedo y del pecado, matamos el sueño profundo de nuestro corazón y perdemos realmente la vida.

En su homilía del 17 de marzo de 2013, nos decía el Papa Francisco que “no es fácil encomendarse a la misericordia de Dios, porque eso es un abismo incomprensible”. Y concluía su homilía con estas palabras:

“El Señor nunca se cansa de perdonar, ¡jamás! Somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón. Y pidamos la gracia de no cansarnos de pedir perdón, porque Él nunca se cansa de perdonar”.

La pedagogía divina en la Última Cena

Por eso, durante la Última Cena, el Señor nos exhorta a vivir la fe y a no tener miedo.

“No se turben; crean en Dios y crean también en mí. ... Saben que les dije: Me voy, pero volveré a ustedes. Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre, pues el Padre es más grande que yo” (Jn 14, 1.28).

Se trata de una exhortación a vencer todo temor que está en nuestro corazón, y que nos impide actuar y cumplir lo que nos compete.

El sentimiento de miedo, en efecto, acaba por crear en nosotros una actitud constante de indecisión, un interrogante interior perennemente abierto. Este estado de parálisis interior nos lleva a instalarnos en la situación del “no hacer nada”; sin embargo, no haciendo nada hacemos algo, es decir, una elección de inmovilismo que evita la vida y sus responsabilidades y prepara nuestra verdadera muerte. En efecto, solo escogiendo amar, nacemos a la vida que el Resucitado nos ha conquistado.

El Señor nos exhorta a no dejar que se turbe nuestro corazón y, al mismo tiempo, a alegrarnos:

“Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre” (Jn 14, 28).

¿Qué motivo podríamos tener para alegrarnos de su salida, cuando Él se va definitivamente y parece que nos abandona? Ha obrado tanto, ha hablado, ha hecho milagros, pero, al final, vuelve al Padre y parece dejarnos solos.

Es importante comprender el sentido profundo de las palabras del Señor y de su actuación; entender en nuestra vida personal la lógica de esta pedagogía divina.

Un niño tiene necesidad de la madre para poder crecer, ser protegido y educado. Necesita la mano de la madre que lo conduce, y tiene miedo si ella lo deja, si se aleja, porque todavía se siente débil e impotente frente al mundo que lo rodea.

En la infancia, el hijo tiene necesidad de quien lo guía, pero permanecer en los brazos de la madre más allá de este tiempo obstaculizaría su crecimiento, le impediría vivir su propia vida, con la consecuencia de hallarse de nuevo como una persona incapaz y temerosa de moverse de manera autónoma.

Lentamente, él tiene que aprender a vivir sin estar en los brazos de la madre, para poder hacer sus propias elecciones: el crecimiento exige independencia, libertad y capacidad de tomar decisiones.

Por eso, el Señor nos dice que, si lo amamos, debemos alegrarnos de su regreso al Padre. Jesús nos deja solos para que podamos crecer, vivir nuestra vida, demostrar lo que hemos aprendido, expresar nuestras convicciones: es decir, podamos comenzar a amar.

Mientras el hijo esté conducido por la mano de la madre no podrá demostrar su amor, porque lo recibe todo de ella, sin asumir personalmente ninguna responsabilidad. Solo cuando comience a vivir su libertad, o sea, en el momento en que no viva solo de lo que recibe, sino que produzca él mismo los medios para vivir con el propio trabajo, haciendo fructificar su inteligencia, su voluntad y sus esfuerzos, solo entonces podrá demostrar su amor, donando lo que él mismo haya producido.

El amor siempre es saber recibir, pero también saber donar. Una persona que solamente recibe no expresa su amor. Volviendo al Padre, el Señor nos ofrece la posibilidad de demostrar nuestro amor, de proclamar nuestras convicciones y de asumir nuestras responsabilidades de hijos de Dios.

Un modelo para los educadores

En este contexto, la Virgen María nos ofrece un modelo de educadora.

Una madre educa bien al hijo cuando, una vez llegado el momento, es capaz de ceder el paso para que él pueda vivir su libertad, su vocación y hacer autónomamente sus elecciones. María nos da el ejemplo de cómo amar, dejando que la voluntad de Dios se cumpla en ella y que el Hijo viva plenamente su libertad, su elección y su misión. El ejemplo que nos da María es el de vivir la palabra del Señor sin miedo, temor o vergüenza.

De esta Palabra tenemos que dar testimonio no solo de manera privada, personal e interior, sino también públicamente, pasando de la edad espiritual de la niñez a la de la madurez. De este modo, nos volvemos hombres y mujeres capaces de dar una respuesta al amor recibido y, por tanto, a la pregunta que cada uno se hace existencialmente: “¿Qué debo hacer?”.

El Señor ha cumplido hasta el final su misión; ha derramado su sangre, nos ha donado su Espíritu, sigue estando presente en medio de nosotros y asistiendo a su Iglesia; con el regreso de Jesús al Padre, ha llegado el momento de la respuesta de nuestro amor.

El hombre es responsable cuando responde a la Palabra escuchada, y acepta todas las implicaciones que esta comporta, tomando a su cargo al Cuerpo de Cristo, que es su Iglesia.

Es importante que conscientemente tomemos a la Iglesia a nuestro cargo –comenzando por la parroquia en que vivimos y obramos concretamente–, porque ella nos pertenece, y no es una “estación de servicio”, a la que uno se presenta solo cuando tiene necesidad de alguna prestación.

La Iglesia, además de ser nuestra Madre, es, para nosotros, también una hija que se pone en nuestras manos, y nosotros tenemos la responsabilidad de hacerla crecer con nuestro compromiso, para que se vuelva cada vez más hermosa, porque es la Esposa de Cristo.

Si amamos al Señor, no podemos no amar a su Esposa; Jesús nos da el tiempo y la posibilidad de demostrar este amor, ofreciendo a cada uno de nosotros la oportunidad de poner su pedazo de pan y su gota de vino.

Extracto, revisado y adaptado, de E. Grasso, Lo crucificaron por miedo a la verdad.
El itinerario de la Semana Santa
, Centro de Estudios Redemptor hominis
(Cuadernos de Pastoral 30), San Lorenzo (Paraguay) 2013, 23-33.

(Continúa)

 

 

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[1] J. Ratzinger, El camino pascual. Ejercicios espirituales dados en el Vaticano en presencia de S. S. Juan Pablo II, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 2005, 99.

 

 

 

13/04/2022